ANTONIO GARCÍA BARBEITO - LA TRIBU
ERA AQUELLO
LA calle, fría, tan fría, que se encogía la tímida luz de las bombillas del escaso alumbrado público. La casa, fría, aunque guardaba algunos abrazos de calor en la cocina y en la mesa camilla, y, con un arancel de repelucos, en la cama, cuando el calor corporal le pudiera a la nieve textil de las sábanas, heladas, de tan limpias. Y el calor de la familia unida, ese calor único. Y la comida. Humeaba el plato de sopas del puchero y aquellos seis serenos géiseres eran media docena de calor alimenticio. En el centro de la mesa, segundo plato, la carne y el tocino de la pringá —ese día, la carne, además de la hebrosa de ternera, sería de pavo, o de un pollo que el padre hubiese traído de los que se criaban en la era—, y el postre sería, como casi todos los días de diciembre, rombos de hojaldre, dulcísima y ansiada geometría repostera asentada en el paladar de la memoria popular, cuya zurrapa se comía con cucharilla. Quizá algún mantecado comprado a granel, o algunas tortas de polvorón, o algún alfajor. No había besos de feliz Nochebuena ni de feliz Navidad; el camino a la alcoba lo tomaba como todas las noches, pero algo llevaba aquel niño por dentro, cuando pensaba que esa noche en Belén nacería un Niño distinto a todos.
Cuando el niño se echaba a dormir, con más sueños que sueño, trataba de dibujar en su fantasía cómo sería la Nochebuena ideal, rodeado de manjares que no había en la despensa; con chocolate a la taza, el mismo que no probaba desde que hizo la primera comunión; con música que sonara en la gramola que en la casa no había; con turrones traídos desde muy lejos y que nunca llegaban al pueblo; con magníficas ropas de estreno como las que vería al día siguiente, camino de misa, en algunos chiquillos ricos; con los bolsillos llenos de aguilandos; con la seguridad de que los Reyes le traerían cuanto había pedido… Nadie dibuja el paisaje del deseo mejor que un niño que, sin ser pobre, no tiene más lujos que la comida y la cama y la ropilla de diario salpicada a veces de un extraordinario que muchas veces era heredado del hermano mayor. El niño fue tratando de componer la noche mágica de la Nochebuena con los que consideraba elementos necesarios para la noche ideal. Logró tener abundante despensa, manjares soñados, buena ropa, cama caliente, música, chocolate… Lo miró todo y se vio en el centro de aquellos deseos cumplidos, al tiempo que se dio cuenta de que no estaban los de entonces. Fue cuando descubrió que lo que soñaba como ideal de la Nochebuena era aquello que le parecía escaso, aquel calor familiar irrepetible. Aquella humilde perfección. Qué frío…
antoniogbarbeito@gmail.com
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