TERNURA

La ternura es una disposición del ánimo que cotiza poco en el parqué de los comportamientos; un perfil bajo, si se quiere, para conformar la personalidad. Ser tierno da a entender afecto, cariño y maneras amables, e incluso la Real Academia alude a la delicadeza y docilidad de los niños, y a la propensión al llanto, para rematar la faena semántica. No está claro, entonces, si decir de alguien que es tierno ensalza o descalifica.

Pues bien, hoy les propongo reivindicar la ternura como emblema del ánimo, bálsamo de la relación y resorte del comportamiento. Establecida de tal guisa, queda lejos del empalago de las formas melifluas, o de la ingenuidad y la inocencia extremas. Diré más, la ternura aquí apuntada viene a ser una lágrima imprevista que rocía de afecto el rostro de la firmeza. Porque de ésta, así como de la rectitud, el empeño y el rigor -otros valores de cotización arriesgada-, es más fácil destilar el perfume de la ternura. Buena cosa es, por ello, que nos deleite desde los primeros momentos de la vida, cuando las entrañas de una madre prestan acomodo al alborozo de nacer.

Y como la ciencia resulta un aval muy socorrido para dar entidad a lo que, sin ella, parece ajeno a la certeza, permítanme que acuda a la haptonomía -ciencia que prescribe las bondades de la comunicación interpersonal a través del tacto- para refrendar el alcance de la ternura. Muchas matronas sevillanas están conociendo los protocolos de esta terapia aplicada al embarazo y al alumbramiento. Y los padres también pueden aprender destrezas para trasladar afecto a quienes aguardan el sobresalto de la luz de la vida.

Pero la ternura, a pesar de tan valiosos prólogos, se agazapa pronto en los pliegues del carácter y es un itinerario casi clandestino del proceder; hasta que su fuerza, nunca vencida del todo por las convenciones, se hace valer con la rotunda elocuencia de una lágrima, o con la jubilosa sorpresa de lo imprevisto. Maneras, en cualquier caso, de hacernos saber que existe.