La tarifa del honor
Es todo un espectáculo, la mar de edificante, contemplar cómo el Tribunal Supremo y el Constitucional se pelean a sentencia limpia por cuantificar lo que vale el honor de Isabel Preysler. Uno, que cinco mil duretes; otro, que diez millones. Isabel Preysler ha causado en este país conflictos y escándalos de todos los colores: políticos -cuando los guerristas utilizaron su romance con Miguel Boyer para apearlo del Gobierno-, económicos -cuando medió con Cisneros en la privatización de Rumasa- y, sobre todo, sentimentales, su gran especialidad. Pero hasta ahora no había causado un conflicto jurisdiccional de alto rango. Con razón se la consideraba, durante el felipismo, la mujer más influyente de España. Y sin levantar siquiera las cejas.
Los magistrados de nuestros dos más altos tribunales se han enfrascado en un rifirrafe competencial a propósito de la honra de la Preysler -puesta en entredicho por las revelaciones de una mucama indiscreta- y de la intimidad de Alberto Cortina y Marta Chávarri, pero ni por asomo se escandalizan de que la sentencia que ha originado el litigio lleve ¡once años! dando vueltas de una instancia a otra.
Hace una década que Alberto Cortina y Marta Chávarri se fueron a Kenia a cazar leones, o a lo que fuere, y salieron retratados por una revista del corazón en lo que a ellos les pareció violación de sus derechos íntimos. ( Marta Chávarri es más aficionada a quejarse de su falta de intimidad que a preservarla con ropa interior). Pues bien: desde que presentaron la denuncia hasta que ésta se ha sustanciado en todo su recorrido legal, los amantes han tenido tiempo de separarse de sus respectivos cónyuges, casarse entre sí y volverse a separar, y aún les sobraron cinco años para esperar el fallo judicial en otras compañías.
Aquella cacería africana es ya arqueología en la crónica sentimental. Después de aquello hubo bancos fusionados que se volvían a disgregar, matrimonios rotos, fortunas repartidas, querellas cruzadas. En eso le ganó Marta Chavarri el tirón a su colega filipina: Preysler, más discreta y convencional, nunca provocó terremotos tan tumultuosos. Lo suyo era la intriga soterrada, el follón sordo, la sonrisa misteriosa de Gioconda oriental. Nada de alharacas tórridas ni fiestas desbragadas.
En medio de aquella descomunal zarabanda de corazones rotos y finanzas divididas, todo bajo el intenso escrutinio de centenares de periodistas de prensa, radio y televisión, los dos máximos tribunales de España han necesitado once años para seguir sin ponerse de acuerdo sobre el alcance de las lesiones sufridas por el honor de tan honorables protagonistas, y encima lo han mezclado con el de Isabel Preysler. que es materia evanescente y difusa como los sueños shakespeareanos. Quevedo escribió que la honra está en el culo de las mujeres, y la hacienda, en la pluma de los escribanos, pero la justicia española parece entenderlo justo al revés, y hasta le pone tarifas indemnizatorias.
Dice el Supremo que sus colegas del Constitucional valoran la honra de Isabel Preysler igual que la vida de un albañil. Poco se cotiza en este país la vida de los albañiles. Aquí se pueden pagar trece mil millones por las piernas de un futbolista, pero la vida de un albañil accidentado sólo se tasa en diez millones de pesetas.
Hay casos peores. Según la peculiar sentencia-reclamación del Supremo, un soldado muerto en maniobras vale ocho millones de pesetas; un preso fallecido en el incendio de la cárcel, dos milloncetes de nada, y una transfusión errónea del virus de la hepatitis en un hospital público, cinco kilos. Si te meten en la cárcel un mes por error, y luego sales absuelto, te tienes que consolar con 345.000 pesetas. En cambio, cuesta diez millones chismorrear en un papel de colorines que a Isabel Preysler le salen granos y que se levanta de mala leche, como todo el mundo.
Estas cosas deben de subir mucho la moral de los millones de ciudadanos que andan en pleitos con la justicia.
icamacho@abc.es
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