TRIBUNA ABIERTA
Cualquier día en Sevilla
Nuestra particular Arcadia ya no existe, el viejo Instituto Murillo, la Facultad de Letras, la cafetería de Derecho...
![Soledad Porras Castro: Cualquier día en Sevilla](https://s3.abcstatics.com/abc/sevilla/media/opinion/2021/10/19/s/otono-sevilla-arboleda-koyD--1248x698@abc.jpg)
Mientras leemos a Giacomo Leopardi y meditamos acerca de sus versos «un hombre, una pasión, un paisaje, una flor o una planta que comunica un sentimiento», pensamos en Sevilla, hacemos nuestras sus palabras y nos aferramos con ambas manos a aquel bendito y divino tiempo ... en que soñábamos la felicidad, así volveremos al balcón de la adolescencia porque los recuerdos permanecen como la vida.
Comienza el otoño en Sevilla, la tarde se envuelve en tonos anaranjados, el sol se oculta en silencio por el Aljarafe, y nosotros caminamos lentamente contemplando la naturaleza exuberante de la ciudad, los senderos poéticos, la tierra ondulante, los magnolios, el jacarandá o el árbol del amor, mientras nos acaricia una brisa marina que nos llega por el Guadalquivir desde Sanlúcar.
Con Antonio Machado regresamos a los paisajes de nuestra infancia y adolescencia y dejamos pasar las horas junto al jazmín, recordando aquellas palabras que el poeta dedicó a Andalucía: «es una onda de perfumes y armonías lejanas que besó mi frente y acarició mi oído».
Sevilla con sus calles tortuosas y estrechas, con sus cancelas, sus rejas, sus alamedas, sus crepúsculos azules, o simplemente, como afirmaba Gustavo Adolfo Bécquer, Sevilla es un recuerdo querido. Hoy volvemos a un ayer perdido, al zaguán de nuestra vida, al tañido de las campanadas de sus conventos y monasterios, a la moña de jazmines, a la luz donde se hace penitencia y se reza desafiando al mundo, mientras constatamos que no existe una sola Sevilla, con ojos cansados, así nosotros recorremos la ciudad apoyados en Juan Ramón Jiménez, e intentamos quedarnos con la luz de cualquier rincón con el tiempo dentro un día cualquiera en Sevilla.
Murillo y Velázquez como pregoneros de la ciudad, las palmeras abanicando esa Sevilla perdida, auténtica que tal vez se haya convertido en cenizas o escombros. Nuestra particular Arcadia ya no existe, el viejo Instituto Murillo, la Facultad de Letras, la cafetería de Derecho, los guateques en los pasillos de esta facultad, los profesores José Hernández Díaz, Antonio Blanco, Juan de Mata Carriazo, Agustín García Calvo o Francisco López Estrada a los que recordamos con afecto.
Nuestra vocación cinematográfica se despertó en el Cine Club Vida que dirigía el jesuita Manuel Alcalá, recientemente fallecido. Entre las cosas perdidas en el tiempo, nuestro querido colegio del Valle, pupitres, babys, pizarras, aulas y patios de recreo no existen, tampoco el bello jardín donde crecían las celindas y perfumaba el azahar. Religiosas como María Benjumea, Dolores Castro o Mariela Rodríguez nos enseñaron a contemplar la vida con espíritu de entrega y esfuerzo. Sólo permanece la Virgen del Valle en la Iglesia de los Gitanos.
A veces creemos conveniente acariciar tiempos y lugares que ya son memoria. No queda sino preguntarnos la causa de la desaparición del Valle.
En nuestra retina el recuerdo multicolor de la salida y entrada de las carretas del Rocío atravesando el Guadalquivir por la Pañoleta. Nuestro barrio, el Baratillo, lo buscamos con ansia, allí recordamos ultramarinos El Reloj, los Almacenes Contreras, la churrería, la confitería Los Ángeles y la pequeña tienda La Flor de la Sierra. En otro rincón del alma aparecen los tranvías amarillos, en uno de ellos, cada mañana recorríamos la ciudad para ir al colegio.
Vestigios calcinados de dolorosos recuerdos, amarillos senderos de albero, días que pasaron para no volver, como en invierno el olor del ciscopicón, otoñal verano membrillero, eternos retornos en busca de lo real, porque sólo es real lo que alguna vez pasó. Trozos fosilizados de la vida que golpean nuestra alma, como a Federico García Lorca, lo viejo nos enamora y lo nuevo apasiona. Si conversamos con el hombre que siempre nos acompaña volvemos la vista atrás y vemos la senda que nunca hemos de volver a pisar. Memoria de una Sevilla que se cuela por los recovecos del tiempo a modo de espuma.
Acompañados por la huella de los días sin nombre de los que habla Rabindranath Tagore, amparados por la luz otoñal o la brisa primaveral, paseamos por Sevilla a la búsqueda de un paisaje con figuras que el tiempo nos arrebató. En el fondo Triana que junto a la Macarena constituyen dos almas diversas de la ciudad. Recordamos a Saint-Exupéry en el momento en que el Principito se pregunta a sí mismo y yo de dónde soy, soy de mi infancia, mi infancia es mi país.
Hay que quitar la cáscara dura de las cosas para adentrarse en el recuerdo, por doquier huele a infancia. A veces un escalofrío nos envuelve al divisar un particular rincón sobre todo en las lentas tardes del estío. Cuando las campanas suenan despidiendo la tarde recordamos a Gustavo Adolfo Bécquer: «Tu ciudad mía, elegida, recogida en el tiempo».
Hay brisas que nos dan la vida, hay brisas que nos traen las palabras del amigo y tienen el cálido frescor de la amistad, la memoria, el tiempo, el cariño, la transparencia, la luz, en el fondo rendimos un homenaje al Guadalquivir.
También la lluvia deja su alma transparente sobre las cosas, a veces cae una lluvia fina que como la memoria se cuela por los resquicios del tiempo.
Volver al lugar donde fuimos niño y sentir el escalofrío de la música cernudiana y constatar que la lluvia nutre la savia del naranjo para que cuaje el azahar. En realidad, Sevilla es una playa sin arena, el recuerdo de un barrio que constituyó nuestra vida, de un alma impregnada de tantas cosas, de tantos recuerdos, de tantas vivencias, todo en la galería del recuerdo depositado en el desván de la memoria.
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