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Pijamas

La paternidad, y la maternidad, son oficios difíciles y versátiles. Lo primero, porque ya no bastan las primarias disposiciones del instinto -proteger, alimentar, sobrevivir- con las que nuestros primitivos padres solventaban las urgencias del día a día; sino que esta sociedad, proclamada postmoderna, cuenta con tan escasas certidumbres que ni siquiera se acuerda cuál es la mejor sabiduría, el equipaje preciso para que las próximas generaciones franqueen las puertas del futuro. Y lo segundo, la versatilidad, es la disposición necesaria para jalonar las recolocaciones del arduo empleo de ser padres: lo mismo hay que estar para cambiar pañales que para atenuar las agridulces rebeldías de la adolescencia o para añorar, por fin, el alivio de la emancipación de los vástagos muy crecidos, que se hospedan en casa como inquilinos permanentes hasta que el esfuerzo, los méritos... y la fortuna les dispensen mejor trato. Y no acaba aquí el oficio, sino que la jubilación tiene, por mor de los nietos, un algo así de segunda paternidad que rejuvenece a los de la eufemística edad tercera. Solo que este recuperado ejercicio de abuelos mimosos corrige las maneras de antaño y se resarce, con los nietos, de las muchas oportunidades perdidas con los hijos: «lo que mi padre casi nunca hizo conmigo se desvive por hacerlo con su nieto».

Pues bien, quedémonos a medio camino, en esa estación de la vida en la que los padres que frisan los cuarenta empiezan a dudar si les corresponde subir o bajar de los trenes del riesgo; porque la madurez, por cierto que nunca a salvo de las crisis, siempre cursa con el síntoma del sosiego. Estos padres, ya digo, cuyos hijos estrenan la inestable transición de la adolescencia y reclaman autonomía y privacidad aunque, para ello, te echen de casa con las mejores maneras. Así las cosas, dice uno, es mejor que se queden en casa varias amigas, al reclamo de una «fiesta de pijamas», que acudan al torbellino de las «botellonas». Sin embargo, algo extraño empieza a rondar por la cabeza de esos padres cuando reciben reproches por aconsejar los mínimos cuidados de la casa, cuando dudan si llamar por teléfono para no mostrar desconfianza, y, sobre todo, cuando se percatan de que este rumbo de los hijos ya no tiene vuelta atrás. Pero es que a éstos les ocurre otro tanto, porque, para esa pandilla de amigas, las muñecas ya no son objeto de juego, sino de adorno; han cambiado al Rey León por Leonardo di Caprio, y se las prometen felices porque mañana, en el instituto, tienen Educación Física con un profesor de rizos rubios y mirada azul. Han dormido todas juntas, conjurándose contra el sueño con linternas y risas, hasta que la madrugada pudo con ellas; y, cuando toca hacer las camas, unas manchas de carmín en la almohada desvelan su alegría de saberse mujeres.

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