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La oleada que no cesa

Con todo el respeto que merece la cosa y la cosa merece muchísimo respeto, las reclamaciones que el ministro de Exteriores español, José Piqué, ha formulado a su colega marroquí, Mohamed Benaissa, para expresarle la grave preocupación de nuestro Gobierno sobre la avalancha de indocumentados que llegan a nuestras costas procedentes del reino alauita, se la van a pasar nuestros primos norteafricanos por debajo de la chilaba, arquillo bereber éste por donde invitan a dormir todos nuestros insomnios sociales o laborales, llámese emigración en pateras o pesca en sus caladeros, anestesiando todas las insostenibles situaciones que se nos plantean a este lado del Estrecho que, a lo que se ve, sólo preocupan aquí. Allí, en Marruecos, no deben perder mucho el sueño con la cosa, habida cuenta que lo negociado hace meses entre ambas administraciones, no sólo no ha servido para frenar los desembarcos ilegales y las muertes alevosas, sino que, por el contrario, parece haber impulsado la tendencia de las excursiones al paraiso con los macabros resultados que estamos cuantificando últimamente. Nos tienen pillada la medida desde hace muchos años, tantos como los que han pasado desde la Marcha Verde hasta nuestros días, ventaja esta que, desde que España goza de un sistema democrático y defiende, con mayor o menor ardor, los logros de una política de derechos humanos, se ha visto incrementada por los lógicos frenos que un estado de derecho se autoimpone. La ética democrática nos exige con el que llega sin más papeles que los de su hambre acogida, regularización e integración. La lógica feudal marroquí no se exige demasiado, en todo caso abrir más las puertas para que salgan antes y pronto los paisanos que le sobran. Al fin y al cabo la culpa siempre es del rico.

Ese entendimiento entre interlocutores de tan alejada sensibilidad política se nos adelanta trabajosísimo y, lo que es peor, de resultados nada prácticos. Lo del Mariel cubano comparado con la sangría del Estrecho se nos pinta como una excursión de colegiales, pese a que fueron cerca de cien mil isleños los que dejaron atrás su tierra y al barba que los sofocaba. Fíjense si será poco práctico este diálogo que, una vez más, se vuelve a intentarlo, quizás con toda le fé del mundo, pero cada vez con menos esperanza de conseguir resultados prácticos. ¿ Qué ha cambiado desde hace unos meses para acá para que la administración marroquí ponga más empeño en controlar el tráfico humano que se inicia y organiza en su suelo? ¿Quizás el monarca alauita se siente ahora más solidario con su pueblo y se duele al ver cómo mueren los suyos en las playas canarias y andaluzas hasta donde llegaron guiados por el sueño del bienestar que en su país se les niega?

Mientras que Marruecos sigue instalado en la política de firmar acuerdos para no cumplirlos, aquí seguimos perseverando en hacer nuestro un problema que, con muchísimo desahogo, se quitan nuestros primos de encima. Podrán morir miles de norteafricanos en nuestras playas, tantos como la suerte se empeñe en abandonar en esas inhumanas travesías, pero me da el pálpito que en Rabat la cosa seguirá preocupando lo mismo que hasta ahora. La vida fuera de Palacio vale poco. Pero importa aún menos. Mientras tanto aquí seguiremos lidiando con un problema que, a pesar de su magnitud social y económica, es incapaz de poner de acuerdo a los principales partidos políticos del país. Que lo han convertido en un arma de oposición o en una coartada de gobierno. Que sigan entreteniéndose con esas vainas mientras el oleaje humano crece, las vidas se ahogan y todo un país asiste perplejo a un problema que viene en patera pero que tiene las dimensiones trágicas del Titanic.

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