El mono mutante
En 1967 el zoólogo inglés Desmond Morris publicó «The Naked Ape» (El mono desnudo), un ensayo de divulgación esotérico-evolucionista donde Morris aseguraba que los hombres del siglo XXI tendrían unas manos y unos pies descomunales. Casi cuarenta años más tarde Morris ha vuelto a la carga con «The Naked Eye» (El ojo desnudo), una obra de profecías oftalmológico-evolucionistas donde Morris jura que el hombre del siglo XXI tendrá unos ojos más grandes que los personajes de los dibujos japoneses. Sólo una cosa es cierta: seguimos evolucionando.
Hace cuarenta años el personal escribía a máquina, cerraba sobres con la lengua y ponía discos pinchando vinilos con una aguja la mar de pejiguera. ¿Se imaginan cómo habríamos evolucionado si la ciencia no lo hubiera remediado? Morris hizo una fortuna especulando acerca del cuerpo humano y la mecánica, y en más de una ocasión amenazó a los niños con la acromegalia por culpa de los pedales de freno, acelerador y embrague. Pero al embrague también le cayó su amenaza.
Morris alucinaba con las mitológicas amazonas, aquellas belicosas guerreras que se amputaban un pecho para mejor disparar sus flechas. ¿Acaso la liberación femenina de los 60 no anunciaba el regreso de las amazonas? Morris lo vio clarísimo: los pechos femeninos -más bien incómodos para la vida moderna- evolucionarían hasta desaparecer por completo y la mona desnuda se vería como un mono desnudo.
Cuando acabé la universidad no existían ni el fax ni el compact disc; nadie en su sano juicio podía soñar con un ordenador portátil, y ni siquiera en el Enterprise había algo que se pareciera al correo electrónico. El mundo virtual no era nada real y hoy todo lo real es precisamente virtual. Desmond Morris lo ha comprendido y le ha dedicado su último libro a la inexorable evolución del ojo humano. Sin embargo uno se pregunta: ¿mutación es lo mismo que evolución?
Las ondas electromagnéticas están de actualidad porque las antenas de telefonía celular son noticia. ¿Cuántas ondas de ésas nos afectan sin saberlo desde cualquier azotea? ¿En qué medida nos perjudican las ondas emitidas por ordenadores, teléfonos móviles y televisores? ¿Los hornos de microondas emiten algún tipo de radiación? ¿Qué ocurre con los detectores de metales y otros dispositivos de seguridad que proliferan en aeropuertos y ciertos edificios? ¿Y qué secuelas dejan los bronceados de fotomatón que algunos se infligen para ronear de viajes exóticos? Está claro que ahora nos caen tantos rayos como en «La guerra de las galaxias».
Hasta donde uno sabe, el cáncer es una degeneración celular y así hay que asumir que todos tenemos tumores en distintos grados de desarrollo, aunque no todos esos tumores tienen por qué ser malignos. No obstante, algunos tumores sí pueden devenir malignos por causa de algún agente exterior como el tabaco y -quién sabe- las antenas de telefonía móvil. Sin embargo, entre una antena en la azotea y un móvil en la oreja, servidor desconfía más del móvil en la oreja. Tan cerca del cerebro, tan cerca de los ojos, tan cerca de los ganglios. ¿Por qué nadie nos advierte del riesgo que entrañan los teléfonos móviles?
Al cabo del día nos atiborramos de alimentos estragados de conservantes, colorantes y estabilizantes de inefables efectos secundarios. Al cabo del día cebamos a los niños con bollos y pasteles preparados con grasas repugnantes y de origen desconocido. Al cabo del día respiramos toda suerte de gases, insecticidas y venenos que más vale no enumerar. No descarto que las ondas electromagnéticas de las antenas de telefonía digital contribuyan a nuestra degradación celular, pero ése no es el único décimo premiado que tenemos en la lotería del cáncer, la única lotería que siempre toca.
Desmond Morris escribió que los monos que un día decidieron bajar del árbol evolucionaron. Uno es más bien pesimista y barrunta que el mono acabó mutante. Y no es que ya sea demasiado tarde para volver a los árboles. Es que los monos que evolucionaron no nos van a dejar subir.
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