TRIBUNA ABIERTA
Emociones y vida pública
Cómo confiar en esos políticos que basan sus discursos públicos en las intenciones y no en los hechos, en las pasiones y no en los argumentos
![Miguel Ángel Robles: Emociones y vida pública](https://s2.abcstatics.com/abc/sevilla/media/opinion/2021/05/30/s/ordenador-trabajo-frustacion-kN5C--1248x698@abc.jpg)
Las malas noticias, hay que dormirlas. Como los textos. Por la mañana, las malas noticias se ven con más distancia y en los textos afloran todos los vicios ocultos. Una vez le escuché a un conferenciante de tres mil euros la sesión, que hay que ... celebrar los fracasos, porque los éxitos se festejan solos. Siempre me he estrellado estrepitosamente al intentarlo. El champagne alivia, pero la única estrategia que realmente me vale es el sueño. O en realidad, el desvelo. Una decepción es una noche de perros, una mañana siguiente para olvidar, una tarde solo regular y una segunda noche en que no me despierta una motosierra. Todo depende, claro está, de la envergadura del problema. El proceso puede ser más largo y hay sofocones que no acaban de irse del todo.
Lo de celebrar los fracasos es ingenioso pero el pensamiento lateral tiene más éxito en las conferencias que en la calle. En la vida real lo que funciona es el insomnio, que es a la frustración, lo que el sudor a la fiebre. El desengaño hay que sudarlo, y no sacarlo de fiesta. Es posible que una pena compartida sea la mitad de pena. Pero una cosa es dividir la tristeza entre quienes te quieren y otra montarte una juerga con ella. De la frustración al desahogo hay una distancia muy corta, y mejor que te coja tiritando en casa. La celebración lleva al desfogue, y el cabreo exhibido en público nunca es buena idea. Tampoco la exultación. De felicidad se puede morir socialmente en las redes sociales e incluso en el wasap. Todas las emociones, como todas las motivaciones profundas, necesitan oscuridad.
Lo escribe Hannah Arendt en un libro sobre las diferencias entre las revoluciones americana, francesa y rusa. Es maravilloso encontrar en un texto de hace varias décadas respuestas a preguntas diferentes de las que el autor se hace y que sirven al lector para alumbrar sus propios interrogantes. Dice Arendt: «Las cualidades del corazón requieren oscuridad y protección contra la luz pública para crecer y ser lo que pretenden ser: motivos íntimos que no están hechos para la ostentación pública». Y, sí, quizás sea ese el meollo de la cuestión. El gran problema de fondo. Anegamos el espacio público con nuestros enfados, nuestros enamoramientos, nuestras decepciones, nuestros éxitos, y con todas esas motivaciones personales que deberían permanecer reservadas, pues se distorsionan en el mismo momento de hacerse visibles. Inversamente, nos acercamos a los asuntos políticos con la emoción a flor de piel. O sea, hemos convertido lo privado en público y lo público en privado.
Desde los griegos, la vida en democracia había significado la escisión entre ambos espacios. El último era el lugar apropiado para los sentimientos. Liberado de las pasiones y de los intereses particulares, el segundo era el reservado a la razón. El espíritu de la Ilustración consagró esta distinción y el carácter marcadamente argumentativo de la vida política. Al mismo tiempo que se instauraba la convicción de que las opiniones son libres y los hechos sagrados, se consolidaba la idea de que las opiniones son razonadas y públicas, y los sentimientos son privados e irrebatibles. También la primera diferenciación hoy se tambalea, con consecuencias nefastas. Arendt precisamente lo caracterizó como uno de los rasgos esenciales del totalitarismo. En 1954, mucho antes de que se popularizasen conceptos como los hechos alternativos, escribió: «La libertad de opinión es una farsa a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos… Lo que aquí es juega es la propia realidad común y objetiva, y este es un problema político de primer orden».
Una farsa similar es una deliberación pública basada en pasiones y propósitos. Las emociones no se pueden debatir y cuando la discusión pública se basa en ellas sólo puede evolucionar hacia la polarización y la colisión. Además, hay otra cuestión determinante, que es la hipocresía. Arendt vuelve a dar en la tecla: «Por profundamente sincero que sea un motivo, una vez que se exterioriza y queda expuesto a la inspección pública, se convierte más en objeto de sospecha que de conocimiento (....) Cuando se inicia la exhibición de las motivaciones, la hipocresía comienza a emponzoñar todas las relaciones humanas».
Incluso manteniéndolas ocultas, cualquier ser humano está en una íntima relación de desconfianza hacia sus emociones y motivaciones reales. Cómo creer entonces a un individuo que sistemáticamente convierte sus sentimientos en mercancía pública. Cómo confiar en esos políticos (y en esas marcas) que basan sus discursos públicos en las intenciones y no en los hechos, en las pasiones y no en los argumentos. Y sin embargo, ese es justamente el tono de la comunicación que se estila hoy, y al que todos contribuimos borregamente. Explica tus motivaciones profundas y conquistarás a tu público, defendía Simón Sinek, en una charla TED con millones de visitas. Cada vez tiendo más a pensar que es lo contrario. La explicitud del propósito y el sentimiento los reduce a reclamos sospechosos. La transparencia es una cualidad de la vida pública cuando se dirige a los hechos y a los datos: en los sentimientos y en los motivos solo alimenta la desconfianza.
Hay una transferencia de las emociones a la política que no está trayéndonos nada bueno (ni nuevo). Si la sentimentalización del consumo es la experiencia, la sentimentalización de la política es la pasión y es la rabia, que nos alejan de la deliberación y el acuerdo. Y de la libertad. Quizás no sea mala idea dejar la emoción en el lugar que le corresponde. Y preservar la vida privada de la mirada pública y la vida pública de la mirada privada.
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