#Maltrato
El comercial del concesionario en el que compré el coche me miraba con la cara desencajada.
—No se olvide de darme una buena valoración. Un nueve no sirve de nada. Tiene que ser un diez.
Después de eso, me telefoneó varias veces. Recuérdelo, decía, ... cuando lo llamen, es vital para mí, tiene que ser un diez. Todos quieren un diez, o en su defecto la carita más sonriente: los dependientes me observan, mientras toca puntuarlos con el lápiz electrónico en pantalla, con sus ojos grandes de cachorros de dibujo animado. Es importante para mí, dicen siempre. Y si el servicio es telefónico, nunca te cuelgan antes de soltarte la retahíla: en dos o tres días les llamarán de Atención al Cliente para una encuesta, nos agradaría que puntuaran bien el servicio.
Sería maravilloso que ese desaforado interés se mantuviera meses después, cuando empiezan los problemas. Pero ahí, súbitamente, todos los cachorros mutan en porteros: de un día para otro, se transforman en expertos en echar balones fuera. Es imposible que alguien te atienda con un mínimo de implicación.
Nunca se ha contado tanto como ahora con el cliente para medir su nivel de satisfacción, y al mismo tiempo nunca se le ha despreciado tanto. Una incongruencia con la que se está instituyendo y legitimando un sistema aberrante de servicio basado en la normalización del maltrato, donde el que paga el pato es quien tiene menos responsabilidad: el saco de boxeo interpuesto para que nos desfoguemos a nuestro antojo.
En este nuevo tiempo cool de las marcas, el cliente es transformado en paciente y la cercanía ha sido sustituida por la tontería. Es bastante elocuente que continuamente te pidan que les pongas nota, como escolares. Puro infantilismo, pero infantilismo cruel: como esos odiosos niños que maltratan a sus padres.
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