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Tribuna Abierta

Joaquín Caro Romero (Liricatura)

Como nunca se deja de ser poeta, ahí tiene, inconcluso y cuasi secreto, el Cuaderno de las Dueñas, del que solo a veces, y con el mismo celo que cuida sus cartas, da alguna muestra

Lutgardo García Díaz

Por ahí viene Joaquín mirando escaparates y sombras de las muchachas en flor. Entra y sale de las librerías, contempla las novedades, revuelve los expositores, pregunta una y otra vez y vuelve loco al dependiente. Siempre lo encuentras, con su bolsa de libro, sus americanas ... y sus camisas de colores imposibles y un perrillo que tira de él y que parece guiar los pasos de su amo. Dicen los malvados que los bolsillos de las chaquetas los tiene llenos de cortezas de queso, de pellejos de chorizo o de picos medio chupados que luego hacen las delicias del perro cuando llega a su casa-convento de la calle Dueñas. Tanto ha escrito de poesía latina que él mismo ha ido tomando porte de cónsul romano, con su pelo corto, muy blanco y su suave prognatismo ha ido poniéndosele perfil de busto de Itálica. Es capaz de escribir poesía erótica —sin duda en esta alcoba otros /habrán amado muchas veces /después y antes que tú y yo,/ pero será distinto siempre—, afiladas letrillas satíricas y romances kilométricos a la Macarena que acaban como el Rosario —macareno, claro— de la aurora. Persigue el dato, la fecha exacta de alguna publicación y la anota en una agendita donde apunta las terminaciones de la lotería en la calle Sagasta o las señas de una antigua novia. Con veinte años se hizo con el Adonáis lo que le permitió alcanzar la fama en aquella Sevilla de provincias. Conociéndolo, debió de ser el tormento de los poetas consagrados de su época. Pero hoy muchos pagarían por pasar unas horas revisando un epistolario que debe de ser una joya y que guardar de los ojos del mundo. Jorge Guillén y Gerardo Diego le dedicaron poesías que juegan con su cara sevillanía y la torería de su nombre. Dicen que tuvo un pasado revolucionario de hijo de placero de la Encarnación y que iba de aquí para allá con su motillo rondando a sus amoríos de barrio. Incluso cantó a las sirenas que despiertan a las barriadas obreras y dedicó elegías a las sirvientas que morían en las casas nobles. Pero todo se recondujo y entró por el camino de la fe delante de la que ha sido y es su mujer, cuando la vio llevando la corona de la Esperanza una mañana de mayo macareno. Ha escrito crónicas de toros y reportajes varios en el ABC de Sevilla. Compadre de Curro Romero, las tardes malas le inspiraban para hacer literatura —como Cañabate o Joaquín Vidal— de esos cien metros lisos que es la crónica taurina. Como no superó la crisis informática y se quedó en la Olivetti sin que nadie pusiera remedio, acabó sus días en el archivo del periódico dedicado a sus libros y a sus datos. Tuvo, decíamos, unos inicios deslumbrantes en la poesía —El tiempo en el espejo, Tiempo sin nosotros— que captaron la atención de los críticos y por los que quedará en la historia de la literatura de la segunda mitad del siglo XX. Por ahí andan varias tesis doctorales y los estudios sobre su obra publicados por José Luis Cano. Después de aquellos años de fulgor y siendo siempre consciente de su exquisitez, parece que se hubiera aburrido de la vanidad literaria y se sentó, entre libros, a esperar que le llegara el Pregón de la Semana Santa de su ciudad. Y llegó. Dicen que cuando lo nombraron pregonero —como vive escasamente conectado al mundo— hubo de ir el Consejo de Hermandades a llamar a la puerta de su casa, como si fuera una tuna universitaria, a hacerle el ofrecimiento ya que no había Dios que diera con él. Como nunca se deja de ser poeta, ahí tiene, inconcluso y cuasi secreto, el Cuaderno de las Dueñas, un conjunto de poemas sobre su entorno vital, del que, solo a veces, y con el mismo celo que cuida sus cartas, da alguna muestra. Ahora, de vez en cuando, publica una décima cofradiera donde exhibe virtuosismo y una joyería de vocabulario a las que no están acostumbrados los cofrades. Va por libre, de su casa a la Academia, no frecuenta los corrillos ni asedia a los editores. A veces interviene en algún acto de exaltación semanasantera y recita sus romances haciendo énfasis en los finales de los versos, con su característica voz nasal, mientras flexiona las rodillas como agachándose un poco para alzarse de nuevo. Qué bueno es Joaquín. No se enfada si no sale un poema suyo en alguna revista o si no se le cita en un suplemento cultural. Nada de esas minucias literarias le alteran, porque él sabe que es poeta y de los buenos, y él se basta recordando su pasado de cuando estaba en la crema. Por ahí viene Joaquín. ¿Vendrá mirando escaparates y siguiendo las sombras de muchachas en flor? No, ha pasado y no nos ha conocido. Lleva hoy traje negro, una camisa blanca que ya le queda algo grande —porque el cuerpo mengua cuando crecen las penas— y una corbatita negra. Va, bajo los naranjos de Doña María Coronel, llevándose ceremoniosamente la mano al pecho. Será que va pensando en Livia. Pobre Joaquín. Ay, Joaquín.

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