Tribuna Abierta
Aquilino Duque (Caricatura lírica)
No aprendió a nadar a favor de la corriente y como no se calla, le van apagando la luz y enseñando el camino de salida desde un lado y otro de la fiesta. Es su sino y lo lleva bien

Aunque ahora no usa gafas, lo sigue viendo todo igual de claro. Como entrevió hace más de cuarenta años los peligros de las Autonomías o como fue capaz de señalar las humedades que le saldrían —hoy las vemos— a aquella naciente democracia. Pero cuando las ... llevaba, las antiparras, su mirada tenía un punto inquietante, como de persona que lo observa todo con desconfianza detrás del cristal de una confitería. Entonces, al reírse, se le encrespaban sus cejas como el lomo de un gato espantado y la forzada curvatura de la sonrisa le daba un aire de malvado que ahora, sin los lentes, se ha disuelto en aspecto de abuelo beato. Goza siempre de buen empaque («¡Aquilino, qué facha!» le dijo una vez alguien maliciosamente) y gasta chaquetas austriacas y sombrero que le hacen tener siempre aspecto de recién aterrizado en Sevilla desde una capital europea. Cuando escucha algo que le interesa frunce los labios, te mira hondamente y parece que va a saltar por algo que le ha incomodado. Ameno conferenciante, lleva sus discursos en una flexible carpetita de piel y pasea los folios con delicadeza bajo sus dedos jónicos, dedos de hombre de campo. Dedos que saben darle el punto a un guiso, a un dibujo o a una poesía con una elegancia cristalina donde nada sobra ni se echa en falta. Porque Aquilino es elegancia y energía. Si imparte una conferencia adopta prosodia y poses de catedrático decimonónico: mira levemente al cielo, alza las manos y vuelve las palmas mostrando el dorso mientras junta índice y pulgar como si enseñara una varita mágica. Porque hay mucho de mago en sus discursos, en esas formas de prestidigitador, de saltar de un tema a otro con una inexplicable erudición que le permite hacer citas en perfecto alemán, imitar la voz de alguien, o comenzar una frase diciendo, con cierto descaro, eso de «como decimos en Italia…» De él se ha dicho que era como Don Quijote contra los molinos de viento, yo no sé, pero lo que no ha sido nunca Aquilino es ventajista. Tampoco ha sido nunca un provocador, un tremendista de la opinión que busque protagonismo adoptando posiciones impostadas. Lo que dice, lo cree de veras. No aprendió a nadar a favor de la corriente y como no se calla, le van apagando la luz y enseñando el camino de salida desde un lado y otro de la fiesta. Es su sino y lo lleva bien. La libertad es una moneda que empobrece a quien la cambia. Capaz de hablar con igual acierto de la Niña de los Peines o de Dostoievski, Aquilino podría ser el último de los heterodoxos españoles. No usa filtros rojos o azules cuando juzga una obra literaria, ahí no parte peras y detecta rápidamente donde hay verdad y belleza. Su voz se entrecorta cuando habla de Zufre o cuando recita algunos de sus poemas. Divertido, valiente, sincero, te llama por teléfono con fervor si ha leído algo tuyo que le haya entusiasmado y necesita comunicarlo. Las casas dicen mucho de sus inquilinos, y el nuestro vive en un pueblo, pero a suficiente distancia de él, en una predio, Viñamarina, donde todo es equilibrio y contenida belleza. Le gusta reunir a sus amigos alrededor de unos troncos ardiendo en su salón —qué frío hace siempre— o bajo las estrellas si es verano, suele mostrarles libros o cartas y servirles unas copitas de fino mientras te habla de Alberti o de María Zambrano con tal viveza que te parece estar con ellos. Pocas personas más generosas, más libres que este poeta que ha dicho que Dios reparte a voleo las luces entre los mortales. Él no ha quedado mal parado en el reparto. Acaba de cumplir los noventa. Dios lo guarde muchos años.
Lutgardo García Díaz
es poeta
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