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Leña al mandamás yanqui

Ya no quedan rojos como los de antes porque a la mayoría los sepultó en la desesperanza el muro aquel que había en Berlín y los que salieron indemnes de aquel suceso se han ido reconvirtiendo para dejar, por un lado, el mayo del sesentaiocho en puro ejercicio de nostalgia, pecado de juventud que sólo resiste la añoranza desde la pátina que ya le echó encima el tiempo, y, por otro, dándole la razón a los que decían que quien no era comunista a los veintipocos años es que era tonto y quien lo seguía siendo después también. Pero hay algo que queda para siempre hasta en los más reconvertidos, de esos reconvertidos que, de tanto reconvertirse, no los conocen ya ni las mismas madres que los parieron; esto que queda es el furor antiyanqui, el buscar como sea, con más razón, con menos o con ninguna, ese volver a los tiempos remotos de la pancarta, el megáfono, el grito, la manifestación, la Otan no, el insulto o dejar de manifiesto, ya sea verbal o por escrito, su aversión a todo lo que suene a barras y estrellas y si, encima, el mandamás de Yanquilandia resulta que es republicano en lugar de demócrata, pues bingo, como si unos y otros, los del burrito y los del elefante, no fueran más de lo mismo o, como se decía desde siempre, en cada elecciones de los Estados Unidos de América del Norte: Gane el que gane, siempre gana la derecha, entre otras cuestiones porque aquella izquierda de los rojos de antes siempre ganaba ya que ni perdía el tiempo en celebrar elecciones, y cuando les llegó el vendaval de libertad soplando a más no poder y le tumbó el muro de los vopos y las metralletas que partían ciudades y separaban hermanos, se les chafó el invento, aunque los ingenuos decían que no estaba construido el muro para evitar que los que estaban al Este se fueran sino, según su particular visión de los hechos, para que los del Oeste no tuvieran acceso al paraíso comunista y su radiante estrella de tan triste espectáculo: La sin par, inigualable y maravillosa dictadura del proletariado.

Lo único, escribía, que les queda en pie, es endiñarle leña al yanqui sea el que fuere, venga cuando venga y sea por lo que sea, aunque, eso sí, vistan vaqueros, fumen (aunque sea perjudicial para la salud) el Marlboro de aquel del sombrero tejano y el caballo castaño cuatralbo que la palmó de cáncer, se pirraran por Marilyn –aunque ahí sí que nos pirrábamos todos– y hasta envidiaran al Kennedy que se la trajinaba, llevándosela al huerto, o mandan a sus hijos a estudiar a los EE.UU. o a ese otro imperio de los hijos de la Gran Bretaña, aprenden inglés compulsivamente, hacen de las hamburguesas la razón de su comer y se aficionaron al güisqui con más pasión que John Wayne en sus películas de indios (aunque, por supuesto, estuviesen a favor de los pieles rojas oprimidos en sus reservas adorando a Manitú antes que a la estatua de la Libertad), y teniendo en el salón de sus casas, compartiendo mobiliario con el mueble-bar, el televisor, el equipo de música, el tresillo y la camilla, el póster del Ché con su boina calada y su estrella de cinco puntas.

Cada vez que aparece un máximo mandamás de Yanquilandia por estos pagos es que les quita a estos retroprogres de guardarropía, o a los nostálgicos del paraíso proleta que no vivieron nunca, treinta o cuarenta años de encima, les devuelve un soplo de una juventud que les queda ya más bien retirada y sólo consigue alegrarles las pajarillas de los recuerdos para que, como abuelos Cebolletas, les quieran contar a sus nietos las batallitas de cuando luchaban contra el imperialismo.Cuando el mandamás se va, se quedan con la satisfacción del deber cumplido y la decepción de ver que siguen sin cambiar el mundo.

mramirez@abc.es

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