TRIBUNA ABIERTA
Tertulianos de playa
La inmodestia de los platós ha saltado sin remedio a la calle. Y con qué lenguaje categórico
![Lale González-Cotta: Tertulianos de playa](https://s1.abcstatics.com/abc/sevilla/media/opinion/2021/08/21/s/playa-sombrilla-sol-kM1H--1248x698@abc.jpg)
Tengo tendencia a escuchar sin querer conversaciones ajenas. Alguien dirá que esto es un oxímoron, que escuchar siempre requiere voluntad, lo cual haría de mí una impresentable cotilla. Pues creo que sucede con esto como con el bronceado: una puede exponerse deliberadamente al sol para ... conseguir un color de piel como el de Halle Berry o limitarse a holgazanear en el rompeolas, desentendida de los rayos ultravioletas, de la brisa marina y de la vitamina D, sin que ello impida la acción de dichos elementos. El inglés, más rico que el español en verbos con matices, viene a darme la razón y distingue entre overhear, escuchar de forma accidental, y eavesdrop, escuchar con premeditación y a escondidas.
La otra mañana, tras una considerable caminata, me había sentado a descansar sobre una peñita próxima a la orilla del mar, en plan sirena de Copenhague con más edad y menos escorzo, cuando, obedeciendo a esa manía de tanta gente de colocarse justo al lado de un desconocido en lugar de hacerlo unos descolonizados metros más allá, se instaló junto a mí un grupo de amiguetes que debía rondar la cincuentena.
Aclaro, en descargo de mis tímpanos, que el tono de voz de estas personas era el propio de quienes no tienen reparo en que lo que debería ser confidencia se convierta en pregón, que el apacible Mediterráneo no hacía de sordina y que incluso las gaviotas permanecían silenciosas a esa temprana hora y en la cala que yo había escogido en mi fracasado intento de estar sola.
La conversación recorría asuntos diversos, desde audaces vaticinios sobre el porvenir de la pandemia que nos viene devastando, hasta posicionamientos en torno a Rociíto, tan puntillosos que cualquiera habría pensado que detractores y defensores desayunaban a diario con la hija de La Más Grande. Entre medias, la emprendieron con la sobrina ausente de uno de ellos, la cual, a juzgar por la andanada de descalificaciones, habría infringido los diez mandamientos de una tacada. Concluida la crucifixión sobrevino el corolario anticatólico que sistemáticamente reproduce de oídas cualquier charlatán con auditorio: «Pero te digo una cosa, Manolo, que luego esa sobrina tuya es de las que van a misa los domingos». En mi cabeza replicó una voz: ¿Y?¿Acaso su fe la dota de una naturaleza menos humana? ¿No somos los cristianos, al igual que los demás mortales, mezcla de lo que somos y de lo que queremos ser? ¿No vivimos, como el resto, en perpetua contradicción? ¿No tenemos en relación a la fe, como en tantas otras cosas, muchas más preguntas que respuestas? ¿Por qué esta señora y tantos como ella esperan de los cristianos la invulnerabilidad que no espera el Dios en quien creemos? De haberlos considerado seres excepcionalmente virtuosos, ¿para qué habría de aleccionarlos Jesús de Nazaret con ese Padrenuestro que los presupone pecadores? Cabría recordar que el mal no es sino nuestra natural y cotidiana inclinación al egoísmo. Y de esa tiranía no nos salvamos ninguno, así leamos versículos coránicos, recitemos mantras o recemos el rosario.
Pero más que el inane fondo de las conversaciones me entretuvo analizar las formas, la jactancia con que se proferían opiniones como si fuesen leyes físicas, la falta de compasión (stricto sensu) hacia los aludidos y la lluvia de expresiones rotundas sin espacio para la sensata matización o el roce de una duda. El lenguaje empleado les confería una ejemplaridad que nunca habrían transgredido, menos por fidelidad a sus principios, como se ufanaban ellos, que por incomparecencia de una propicia tentación para quebrantarlos, como me maliciaba yo. La gravedad con la que exponían sus puntos de vista les hacía parecer ridículos émulos de los aún más ridículos opinadores de ciertos programas de televisión. La inmodestia de los platós ha saltado sin remedio a la calle. Y con qué lenguaje categórico, insisto. Estamos a un paso de que sintagmas como no sé, no estoy seguro o no tengo opinión al respecto sean exhibidos en vitrina como reliquias.
Escama que pasados los cincuenta exista alguien que no haya extraído alguna lección útil de sus malos pasos (o de los buenos que a la postre resultaron no serlo tanto), siquiera para vilipendiar con menos ímpetu, siquiera para aceptar que nadie conoce a nadie más allá del par de acciones u omisiones de las cuales se puedan tener constancia y que, a lo sumo, darían para precarias conjeturas acerca de quien es el otro. A falta de lecturas para suplir la improbable inexperiencia, el refranero popular va bien surtido de advertencias al respecto.
En situaciones así suelo acordarme de una escena de ‘La Gran Belleza’. Durante una soirée con su séquito de frívolos noctámbulos, Jep Gambardella escucha cómo una refitolera amiga encadena afirmaciones repescadas en la autocomplacencia que ha adquirido con los años. Al cabo de tres o cuatro desvaríos, Gambardella —casquivano como el resto de su tribu con el atenuante de despreciarse por ello en los recesos de su bipolaridad— no logra reprimir su suspicacia y, sin apenas despegarse del susurro, consigue imponer el silencio suficiente para que en él quede flotando su sarcasmo:
—Uy, querida, cuántas certezas, no sé si felicitarte o salir corriendo.
Eso mismo hice yo aquella mañana. Lo último. Rumiando en el camino de regreso mi malestar por la sospecha de incurrir yo eventualmente en lo mismo que critico, buscando en mi ojo indicios de la viga que no me hace diferente.
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