TRIBUNA ABIERTA
Tomás Pavón o la belleza cósmica del cante
En la Barqueta se encontraría con las sombras presentidas del primo Gustavo Adolfo, ¿acaso no era Vargas su apellido y vivía como él en la Alameda?
![José María Jurado: Tomás Pavón o la belleza cósmica del cante](https://s3.abcstatics.com/abc/sevilla/media/opinion/2022/07/01/s/ilus-tribuna-abierta-kNzD--1248x698@abc.jpg)
Marchaba cada día por la calle Calatrava donde vivía su hermana, La Niña de los Peines, rumbo a la Barqueta, a pescar barbos. Caminaba en silencio, tocado con una gorra blanca, en las manos la caña y la talega. Si se cruzaba con alguien conocido ... apenas esbozaba un gesto, jamás una palabra, porque el mismo destino que sellara los oídos perfectos de Beethoven había cercenado el arpa eólica de sus cuerdas vocales. No hablaba con nadie, ni por señas. ¿Cabe pensar una mayor tragedia que enmudecer cuando todas las estirpes del Indostán gitano cantaban a coro en su garganta? Su garganta, que apilaba un milhojas de melismas e innumerables estratos de duquelas. Su garganta, a la que se asomaban los ángeles de Rilke y que aún estremece a quien escucha los veintitrés cantes flamencos, apenas una hora en la vida de un hombre, que logró dejar impresos en surcos de pizarra.
Tomás Pavón, nacido en 1893, en el número 16 de la calle Leoncillos de Sevilla donde ningún azulejo recuerda su nombre, grabó sus primeros registros prodigiosos en el annus mirabilis de 1927. Federico García Lorca los escuchaba sin descanso en la Huerta de San Vicente, alternándolos solo con la ‘Pasión según san Mateo’, durante las noches de verano en que escribió, transido por el duende, ‘Bodas de sangre’. En 1930 registró apenas dos saetas y un fandango. Luego vinieron la república y la guerra. En el año 42 le detectan y extirpan unos nódulos y el resto fue silencio, absoluto silencio por tres años.
Quienes lo trataron durante aquel tiempo de mutismo facultativo que él asumió, seguro de su don, con rigor de monje cartujano, afirman que fueron los años más felices de su vida. Mejor enmudecer que discutir, a la turbia luz de las botellas, con señoritos de mal vino. Como aquella vez en Córdoba cuando un terrateniente lo expulsó de una juerga porque no terminaba de templarse y las lágrimas acudieron a su rostro. Apenas tenía unos duros para llevar a Reyes, su compañera del alma, un poco de pan blanco. Apiadados de él en aquel trance unas almas caritativas reunieron viandas para engañar al hambre. Tomás les entregó en correspondencia, y hasta que el alba rayó por Medina Zahara, el manantial gitano de su cante, indigno de aquel sátrapa.
Al llegar a la esquina de la calle Bécquer, camino de la orilla, vería aún las chabolas que resistían el embate de la miseria. Recordaría al pasar las fatigas de la guerra, cuando hubo de salir a cazar gatos por los callejones. Mejor el silencio que cantar en desvencijados cuartos prostibularios para estraperlistas y matones. Bien sabía que del arte no se puede comer seguido cuando uno es gitano y andaluz. Había visto desmoronarse el alto campanario de Manuel Torre, «tronco de faraón», ay, Federico, muerto solo, entre galgos e hijas dudosas, en un cuartucho miserable de la calle Amapola como un Rey Lear del bronce. «¡Tomás, hermano! ¡Acabala tú, que yo no pueo!», le había dicho en los estertores de una seguiriya por la que ya asomaba la muerte.
¿Bécquer? Acaso por la noche habría leído una leyenda del poeta. Sabemos por su sobrino Arturo, el gran pianista flamenco que acompañó a su suegro, Manolo Caracol, que se pasaba las noches leyendo y que le gustaba escuchar a Chopin, ese gitano de Polonia. En la Barqueta se encontraría con las sombras presentidas del primo Gustavo Adolfo, ¿acaso no era Vargas su apellido y vivía como él en la Alameda? ¿No había remontado los torrentes flamencos de la sangre hasta la India raíz de sus leyendas como el ‘Caudillo de las manos rojas’?
Habría que aguardar hasta 1947, apenas cinco años antes de su muerte, para que por fin grabara los mitológicos cantes de los clanes de Triana que en aquellas largas horas de pesca y soledad había rescatado de los bancos de niebla del río grande, del Ganges de la Bética que arrastra cien años de soleares a la barra caribeña de Sanlúcar.
En 2019 Carlos Martín Ballester reunió en un CD, que acompaña a la magna biografía que dedicó a Tomás Pavón a la que debo estas notas, estos cantes emergidos. A la luz del sol de Sevilla brilla el disco como si fuera de oro, como los que despegaron en 1977 con las sondas Voyager hacia el confín de la galaxia y donde se reúnen los sonidos de la tierra para dar noticia humana a otras civilizaciones, incompletos sin la voz de Tomás Pavón, que encierra en su quejío la comprensión cabal del universo.
(*) José María Jurado García-Posada es poeta
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