Querido Fernando Carrasco
Hace cuatro años que se fue quien esculpió con palabras al creador del Gran Poder
Para ti ya hace cuatro años de todo. Cuatro años de aquella tarde de marzo, de aquella despedida de la ciudad en el umbral de la mismísima Puerta del Príncipe, cuando aún resonaban los ecos de Mesa y Montañés en el patio del Hospital de ... la Caridad después de que se representara la obra que pone en escena tu novela: «El hombre que esculpió a Dios». Cumples cuatro años con la muerte mientras el Señor cumple cuatro siglos con la vida. Esculpes tu risa sonora en la memoria cada vez que te recordamos, siempre con la gubia en la mano para tallar el botellín de la alegría.
Hay que ser muy sevillano para salir de la cuidad por esa puerta de la gloria, y en la víspera del primer viernes de marzo, el mismo día sin fecha concreta en el calendario que registró la muerte de Rafael Montesinos. Hay que ser muy sevillano para despedirse de Sevilla junto al río que nos lleva, después de haber recreado la hechura del Gran Poder en el patio de Mañara. Conseguiste reunir la Sevilla más honda en el momento de la suerte suprema, en ese instante definitivo que no tiene vuelta atrás. Y eso es algo que nos sigue provocando el escalofrío de aquel día de marzo a bosque seguimos tratándose en presente de indicativo.
Sevilla es una red de afectos, un manto tejido con los hilos de los amigos, de las personas que nos prestan su calor a cambio de nada, de las voces y de los ecos con los que seguimos charlando, aunque ya no estén en la presencia de lo cotidiano. Sevilla es la memoria más que la actualidad, es el deseo más que la realidad, es el pasado más que el indeciso futuro que se despliega a cada momento para vencer a los nombres de la niebla. Así es esta ciudad que cuenta los años por cuaresmas, por mañanas de Domingo de Ramos, por botellines gélidos (Carrasco dixit) trasegados al ritmo exacto de la tertulia que nos aleja de la soledad.
Hace cuatro años que se fue quien esculpió con palabras al creador del Gran Poder, que cumple cuatro siglos con la luz que rompe el ruan de cada madrugada. Esto no es ninguna coincidencia. He aquí la demostración numérica de esa ecuación que nos empeñamos en resolver para alejar la incógnita de la muerte. Por eso te fuiste cuando tu Cristo de la Salud estaba en el suelo del barrio de San Bernardo, porque así te podía proteger con sus brazos eternamente abiertos cuando te presentaste en el templo vestido de nazareno para siempre.
Es imposible olvidar ese abrazo apuntado, como si nuestro Cristo estuviera soñando un natural dibujado en la arena sin relojes de marzo. Pronto llegará ese miércoles de la ceniza y la luz que se funden en el laberinto de San Bernardo. Y entonces volveremos a brindar por esta vida que se nos ha quedado en la mitad. Una vida que tú encarnabas como nadie, que tú gozabas como nadie, que tú nos enseñabas como nadie. Por eso rezamos mientas la mano se enfría con el cristal de ese lugar que tiene nombre de destino y de viacrucis. Una Cruzcampo helada por ti y por los tuyos. Y luego otra. Y así hasta que Dios quiera.
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