PÁSALO
De mayor quiero ser romano
Con suerte hubiera sido el Trajano medieval y no el doliente rey Lear

Hace ochocientos años, Sevilla empezaba a ver marchitar el nardo del alma andalusí para ver pasear por los jardines de su futuro inmediato el león rampante coronado castellano. Comenzaba a vivir otra nueva etapa en su milenaria historia, otra profunda transformación comparable, tan solo, a ... las edades de sus estirones de crecimiento: Roma, Al Andalus y Castilla. En aquella ciudad donde convergían los mundos en discutible equilibrio de castellanos, andalusíes y hebreos, fue investido rey el hijo de Fernando III y Beatriz de Suabia: Alfonso. En su sangre llevaba ADN, por vía materna, de Federico Barbarroja y de Alejo Comneno, emperador de Bizancio. Y con el tiempo amaría el ajedrez, crearía la Mesta, repoblaría la España vaciada de entonces, se adelantaría al Renacimiento y sus científicos de la Escuela de Toledo legarían un corpus de más de veinte mil páginas.
Este año se cumplen ochocientos del nacimiento de Alfonso X El Sabio. En su día, Emilio González Ferrín, brillante profesor de pensamiento árabe e islámico de la US, coordinó un libro editado por la fundación Tres Culturas dedicado al tiempo alfonsí. El libro es una maravillosa revelación en cada uno de los artículos que se firman y una forma elegante y justiciera de reivindicar a Américo Castro, a Francisco Márquez Villanueva y al mismísimo rey sabio, que es de lo que tratamos en estas líneas. Hemos tenido reyes de todas clases. Batalladores, crueles, depravados, martillos de herejes, habilidosos constructores de relojes, grandes coleccionistas de arte y contumaces visitadores de alcobas propias y ajenas. Pero solo tuvimos uno que supo ver con las luces largas de la ciencia. Ese fue el rey Sabio.
Alfonso X lo tomó todo o, mejor dicho, no renunció a nada. A nada de lo que iba a servir para poner las bases del gran estado futuro, de su ideal imperial tan cercano al mundo romano. Él también quiso ser Augusto de mayor y liderar el Sacro Imperio Romano Germánico, sin lograrlo. Coqueteó con asimilarse a un califa almohade como jefe de una familia que adapta y se adapta a lo que le rodea. Para quedarse, como me apunta González Ferrín, en un sufriente monarca shakesperiano, una especie de rey Lear torturado por sus dolores filiales y físicos provocados por una posible enfermedad oncológica en su rostro. Miró al mundo con la ambición del que quiso ser emperador. Si la vela cuadrada vikinga mejoraría sus naves, la tomaría; si la triangular alejandrina era avalada por sus logros, la copiaría. Si en las constelaciones estaba escrito el destino de las naciones, las estudiaría. Si la arquitectura andalusí tenía soluciones fascinantes la dejaría plasmada en el patio del Crucero del Alcázar. Si el gótico pregonaba la solidez de los nuevos tiempos lo reflejaría en el monasterio de las Huelgas de Burgos. Quería ser romano de mayor. Y hasta en eso imitó con sus Atarazanas sevillanas al gran arsenal gaditano que surtió de naves a Julio Cesar. Lo dejó todo atado y bien atado para la España imperial que estaba esperándonos a la vuelta de tres carabelas que cruzaron el Atlántico… Con un poco de suerte hubiese sido un Trajano medieval y no el doliente rey Lear.
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