Desayunos
Qué alegría te da ver que la mujer ocupa sillas de cargo y de placer sin tener que pedirle permiso al hombre
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Lo más cercano que recuerdas a un desayuno es la imagen de algún hombre que, en el casino, pedía un café y un cortadillo de cidra o una torta de Inés Rosales. A lo mejor se había levantado temprano y no tuvo tiempo de tomarse ... en su casa un poco de café con una rebanada tostada y un poco de aceite y azúcar. Es lo más parecido que recuerdas a los desayunos actuales. No sabes si algún viajante desayunó alguna vez en un bar de la tribu, si por cuestión de trabajo tuvo que pernoctar en alguna fonda, pero hoy miras el paisaje del desayuno en la calle y lo comparas con aquellos tiempos y parecen —son— dos mundos opuestos.
Los hombres y las mujeres desayunaban en el tajo, a la hora del bocadillo; en el campo o en la fábrica. En los tajos estaban las talegas colgadas lejos del alcance de las hormigas, con el bocadillo o el costo dentro. Y la pregunta de muchos trabajadores: «A ver qué me han echado hoy para el bocadillo…» Si desayunabas en la casa, como hiciste siempre en edad escolar, café con leche y tostadas, o rebanadas de pan fritas. Cuando el territorio natural de la mañana dejó de ser la escuela y empezó a ser el campo, los desayunos fueron siempre salados: un poco de salchichón, o de mortadela, o de tocino de hoja, o de recortes —qué duros— de jamón, o aquellos bocadillos que tienes en la memoria del olivar, desvaretando, a base de huevo duro, cuña de queso y uvas. El desayuno empezó a ser algo con aires de lujo cuando la ciudad se te hizo más cercana, y veías que en los bares pedían café y tostada, y lo pedían en la cafetería de Galerías Preciados y de El Corte Inglés, y además, muchas veces, lo pedían mujeres, aunque éstas eran más de merienda en Ochoa. Haces memoria y miras el humano paisaje de esta mañana y piensas en la frase tópica: «Si los antiguos levantaran la cabeza…» Como dice tu amigo Eugenio Montes, los antiguos somos los que aún vivimos. En cualquier bar, quince o veinte mujeres, con su pareja o con amigas, desayunando como Dios manda. Y que espere la casa. Ha tardado, pero qué alegría da ver a las mujeres en los sitios que quieren estar, tomando una copa en grupo o desayunando, y que se quede en el olvido aquella vida de casa y ver el mundo por la ventana. Ahora, lo raro es desayunar en casa. El desayuno ha sido la emigración gastronómica de la modernidad, y ahí está, con poderes de silla y velador. Qué alegría. ¿En casa y mal «jateá»? ¡Ni pensarlo! Arreglada desde el alba y a la hora convenida, el desayuno. Qué alegría te da ver que en la tribu ya no hay miseria y que la mujer, con todo derecho, ocupa sillas de cargo y de placer sin tener que pedirle permiso al hombre.
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