Nevermind
Si hablamos de la adolescencia, el acontecimiento determinante para los que nacimos en los 70 fue el suicidio de Kurt Cobain, máximo icono del grunge
![Kurt Cobain, durante la grabación del «Unplugged» que Nirvana hizo para la MTV en 1993](https://s3.abcstatics.com/abc/sevilla/media/opinion/2020/11/22/s/Kurt2-k4zG--1248x698@abc.jpg)
Con «Arena» (Tusquets), Miguel Ángel Oeste ha conseguido algo que suele ser atributo de las canciones perdurables: la capacidad de transportarte a momentos imperecederos de la juventud. Diría que Oeste ha escrito la primera novela grunge en España. Grunge en la forma, con ese modo ... de contar entrecortado, plagado de imágenes de lírica dureza, áspero y tierno a la vez, y también en el fondo, la historia de un grupo de chavales sobreviviendo, entre cervezas calientes, noches sin rumbo y salitre, a un verano en la Málaga de los 90.
Cada generación fabrica sus propios monstruos y dioses, y todas quedan marcadas a fuego por acontecimientos que los configuran simbólicamente. En la nuestra hay un buen puñado: la teta de Sabrina, el puñetazo de Ruiz-Mateos a Boyer, el abominable asesinato de Miguel Ángel Blanco. Pero si hablamos de la adolescencia, diría que el acontecimiento determinante para los que nacimos en los 70 fue el suicidio de Kurt Cobain, el cantante de Nirvana y máximo icono del grunge. Con su muerte, en la primavera del 94, se acabó la fiesta.
En «Arena», uno escucha todo el tiempo el «Nevermind» de Nirvana. Bajo el abrigo rudo y desapacible de los sonidos que provenían de Seattle, todos los que fuimos adolescentes en los 90 forjamos algo parecido a una actitud, basada en una mezcla de rabia y esplín —nada nuevo bajo el sol teenager— y en la terquedad en extraer cierta belleza de lo mugriento. Después llegó el tiempo, claro, de abominar de todo aquello, como se suele renegar de las lecturas primerizas. Pasados los años, sólo quedan la gratitud y el orgullo.
No tengo dudas: a pesar de toda la contestación, de toda la rabia, fuimos felices. Los adolescentes sevillanos que crecimos en los 90, por partida doble. Porque entonces, Sevilla, con su Expo’92, era como éramos nosotros: una criatura abriéndose al mundo, estrenando ropa, algo desquiciada pero atiborrada de futuro. Nunca olvidaré las noches de espectáculo en el lago, el inigualable sabor de las primeras cervezas en el Pabellón de Cruzcampo, las impresionantes bailarinas caribeñas de los pasacalles que movían las caderas como abriendo ventanas a otros mundos. Y la bendita Plaza Sony, populosa y vibrante, con su mastodóntica pantalla, donde, entre concierto y concierto, reproducían vídeos de la MTV, entre ellos, muchas veces, los de Nirvana.
La asociación Legado Expo ha intentado en vano evitar la demolición del antiguo Pabellón de la ONU en la Exposición del 92. Es un empeño noble, pero inútil: el único patrimonio inquebrantable es nuestra memoria. Para sacarla a pasear, basta con leer novelas como la de «Oeste» o poner bien fuerte el «Nevermind».
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