QUEMAR LOS DÍAS
Chelsea Hotel
Encontrarme con Tomás Balbontín al otro lado de la mesa en la sección de Local de ABC de Sevilla era algo parecido a palpar la esencia del periodismo

Se sorprendió al verme con una camiseta de Leonard Cohen. «¿Pero ahora escucháis eso?», me preguntó con socarronería. «¡Si es de mi época!», añadió. Era un verano del noventa y pico, aquel verano inolvidable en el que ABC de Sevilla se cruzó para siempre en ... mi camino, junto a un grupo de compañeros becarios que se convirtieron desde entonces en grandes amigos. Quizá por esa alusión, siempre lo asocié con el cantante canadiense. Pero había bastantes más paralelismos: su tono de voz cavernoso, su imponente presencia, su aire de maldito. Después de años malgastando el tiempo y las pupilas en una carrera, la de Periodismo, sobrepoblada de profesores mediocres y sin alma, encontrarme con Tomás al otro lado de la mesa, en la sección de Local de ABC de Sevilla, era algo parecido a palpar por fin la esencia del oficio. Porque él, como su querido Antonio de la Torre, era Periodismo puro, sin florituras ni poses, sin aspavientos ni construcciones teóricas. Llenar cada día la página, y hacerlo con el enfoque adecuado, sin cortarse un pelo en repartir estopa cuando tocaba, en eso consistía la profesión.
Desde que lo conocí, le atribuí un pasado como boxeador, que no hice ningún esfuerzo por desmentir. Su rostro cuarteado y su nariz algo chata animaban a pensarlo. También el modo que tenía de teclear, con pocos dedos pero de forma furibunda, como si luchara contra las palabras, como si peleara a la contra, buscando un uppercut fulminante. Escribía rápido, y ese aire ligero se notaba en sus columnas, que siempre iban al meollo, evitando cualquier rodeo. Tenía dentro el veneno nervioso del periodismo. Y estaba de vuelta del lumpen y la calle. «No bebáis mucho», nos aconsejaba, y aquella advertencia sonaba a testimonio de un superviviente del infierno.
Era Rocky Graziano, pero también De Niro en Toro Salvaje, por momentos me recordaba a Karl Marlden, o más bien a una mezcla imposible de Marlden y Brando, como si los dos personajes se hubieran fusionado en el estibador Terry Malloy de la Ley del Silencio. Tomás Balbontín debió de haber existido siempre en blanco y negro, como si habitara una película de Howard Hawks o Richard Brooks, El Cuarto poder, por ejemplo. Tenía una de esas presencias rotundas que producen magnetismo, y su forma de hablar, buscando siempre la complicidad, con esa mirada inteligente surcada de arrugas, invitaba de forma inmediata a la adhesión. En todos los años siguientes, nunca escuché a nadie hablar mal de él, a pesar de que pocos periodistas sevillanos han repartido más cera.
Pasaba también con Leonard Cohen. Nadie como él ha cantado de forma más elegante un polvo, y nada menos que con Janis Joplin en el Chelsea Hotel. El estilo, decía Flaubert, es una manera absoluta de ver las cosas. Si de algo iba sobrado Tomás Balbontín era de estilo. Qué envidia de los que, por ahí arriba, lo estén ahora disfrutando.
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