LA TRIBU
Segundo año
Cuando has podido, has salido de veraneo, pero no siempre las cuentas —las cosas— salieron como las imaginaste
![Antonio García Barbeito: Segundo año](https://s2.abcstatics.com/abc/sevilla/media/opinion/2021/08/01/s/antonio-barbeito-opinion-kCqE--1248x698@abc.jpg)
La frase te salió, de súbito, el primer año que te fuiste de vacaciones —es un decir— con unos amigos. Lejos, muy lejos. En coche. Un Seat 127 que un amigo se había comprado recientemente y en el que viajabais tres, tu amigo, su mujer ... y tú. Te habían hablado de lo interesante que eran las vacaciones libres en un camping, sin necesidad de tener que andar pagando hoteles caros que, además, quedaban lejos de la playa. Salisteis del pueblo un 31 de julio, con la fresca, claro. El coche, como casi todos los de entonces, sin más aire acondicionado que un abanico o la ventanilla bajada, que no sabías qué era peor. Y todo el mundo fumando. Y las carreteras de entonces. Y el coche, que el pobre hacía lo que podía. No encontrasteis en España un sitio donde no estuviera cayéndose a chorros el infierno. Cerca del mar, un camping. Tienda de campaña donde cabías cuasi como en un traje estrecho. Echaste la tranca, o sea, la cremallera, y el suelo no era más cómodo que el de la era, cuando te echabas en la siesta. Amaneciste y no sabías si volvía del sueño o de haber pasado la noche entre las piedras de un molino harinero. Se te apareció la mili cuando tuviste que ir a un aseo compartido y a retretes con vecindad de estrecho tabique. Y te salió la frase: «Ser pobre no es una desgracia, pero es muy incómodo.»
Cuando has podido, has salido de veraneo, pero no siempre las cuentas —las cosas— salieron como las imaginaste. Ni era primera línea aquella lejanía de la playa, ni era un coqueto y lujoso apartamento aquel cuchitril desaseado y viejo, ni era el paraíso de la gastronomía aquel sombrajo donde con el arroz de la paella podía repellarse una fachada. Repetías la frase: «Ser pobre no es una desgracia, pero es muy incómodo.» Veías cómo vivían los ricos, con hermosos chalés con piscina —de su propiedad o de alquiler— a pie de orilla, y cómo salían después, muy arreglados, camino de los mejores restaurantes. Y por la noche, en el jardín, copa y placer sobre la yerba recién regada. El año pasado, por culpa del imperio de la mascarilla y de la desconfianza, te quedaste en casa. No hubo más viajes que, alguna vez, al supermercado para comprar víveres. Después, bañito en la piscinita, siesta con ventilador o aire acondicionado, comida en casa y en casa todo. Pensabas en los ricos que vivían muy bien, pero también te acordaste de aquel verano que viviste como un sioux metido en la canadiense. Y ya la vieja frase no te salía con la rotundidad de otras veces. Y cuando ves las colas por esas carreteras, y ves en el televisor el calor que está pasando mucha gente, y las incomodidades, y lo que no se ve, otra frase te sale sola: «No cambio por nada la humilde paz de mi casa.»
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