SEVILLA AL DÍA
Jinete del asfalto
Llegó como quien llega al salón de su casa sin paredes, como llega un jubilado al casino del pueblo, y se fue directo a su rígido sofá
Al ladito de la Tirolina del Prado, hay unos bancos que flotan sobre la tierra. Bancos de esos nuestros, antiguos, llenos de cavidades por las que pasa el aire de las mañanas y circula el rumor adormecido de las tardes. Bancos repletos de las ... muescas del cansancio, abrevaderos de metal en los que reposan las posaderas de los que hacen a la ciudad con su tránsito, personas que tejen con sus acciones las rutinas, que dotan de contenido las tramas de unos días siempre impares. Mendigos en muletas, turistas quemados, adolescentes con fiebre.
Con la confianza que da el ejercicio de la rutina, armado con la costumbre, lo vi aparecer delante mía. Era uno de esos jinetes del asfalto, que acababa de dejar amarrado en la Avenida Carlos V a su corcel. Llegó como quien llega al salón de su casa sin paredes, como llega un jubilado al casino del pueblo, y se fue directo a su rígido sofá. Valdría el de al lado, valdría el de enfrente, pero ese es el suyo, y parecía como si todos los que estuviésemos allí lo hubiésemos sabido de manera inconsciente, porque estaba vacío. Andaba con tanta diligencia hacia él que se me ocurrió que igual había llamado a un gato callejero de los que pululan en los alrededores para que se lo reservase.
Llevaba su camisa blanca arremangada y encima un chaleco gris sin mangas. Dejó la mochila sobre el hueco que habilitaban sus dos piernas y tiró de la cremallera para sacar del fondo un túper. Del bolsillo del lateral rescató un tenedor envuelto en una servilleta. Con la mano izquierda agarró el envase y con la derecha el cubierto, haciendo surcos sobre tres generosas cuñas de tortilla. Al contemplar la habilidad con la que cortaba porciones, pensé en sus manos, en todos los poderes y las responsabilidades que cargan. Manos de las que penden nuestro tiempo, nuestra seguridad y nuestras travesías. Manos que acarician el timón de un barco de 40 metros, que surcan el mar picado del alquitrán.
Masticaba en suspenso, con el mismo rictus del bebé que mira embobado a su madre, en un trance que solo interrumpió para volver a examinar el fondo del macuto y localizar una lata de Coca Cola. Al acabar el almuerzo ya estaba reclinado y sacó del bolsillo un paquete de Camel. Las primeras caladas las dedicó a revisar su smartphone, la funda transparente la presidía la Esperanza de Triana. Andaba enfrascado hasta que un rayo de sol cayó sobre él. Guardó el teléfono cual si estuviera esperando la caricia del astro y entornó los ojos. La cabezaíta duró lo que tardó el pitillo en hacerse ceniza. Agarró la mochila y el refresco y se fue a buscar a su compañero colorao.
Cuando lo vi marchar de lejos, el relincho del vehículo sonó como los platillos en un club de jazz. Era un llanero solitario, un conductor de Tussam.
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