tribuna abierta
San Fernando, cantar de gesta
Es lástima que no se haya rodado, como de casi nada de la Historia de España, una película a la altura de la epopeya
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Desde la loma del cortijo de Cuarto la visión del puente del Centenario es imponente, su alabeado tablero se alza sobre la vegetación y hacia los cielos como el elástico lomo de un leopardo. Precisamente en este lugar, donde San Fernando rogó a la virgen ... que lo valiese, rugió el león rampante que ondea en el pendón del Santo Rey, que aún se custodia en la catedral. En esta insignia se armonizaban por vez primera la fiera africana y los castillos de oro, crisol heráldico de las coronas de Castilla y León, reunidas en el monarca que culminaría su virtuoso reinado con la conquista y refundación de Sevilla, hace poco más de 775 años.
Desde agosto de 1247 y hasta la primavera de 1248, cuando ordenó trasladar su campamento al pie de las murallas en el barrio de San Bernardo, frente a la puerta de Minjoar, hoy de la Carne, las tropas del rey santo habían acampado en el Real de Tablada, junto a la orilla del Guadalquivir. Cerca de allí el punto más elevado para divisar la cornisa del Aljarafe y las murallas de la ciudad era este alcor coronado por la ermita de la Virgen de Valme, a cuyas plantas el rey colocaría el estandarte cobrado al emir de Ishbiliya.
Lejos y en la mano, desde este cerro de Cuarto se abarcaría como un orbe el blanco caserío rodeado por la más extensa cerca jamás sitiada, sobre el que se encumbraba el rojo alminar de la gran mezquita. A vista de rapaz, en la llanura inmensa del futuro aeródromo, un ejército de hasta quince mil hombres bendecidos por una bula de cruzada expedida por el papa Inocencio IV se había reunido para asediar la Jerusalén del mediodía. Era el tiempo de los reyes santos, cuando San Luis de Francia se embarcaba rumbo a Egipto en la Séptima Cruzada y pudo donar, se cree, la parisina imagen de la Virgen de los Reyes a su primo carnal San Fernando.
Todavía hoy, mientras las hileras de coches cruzan a través de los tirantes del puente, condenados a una obra sin término, se puede sentir en las breves soledades de los descampados de Bellavista la épica del escenario.
Es lástima que no se haya rodado, como de casi nada de la Historia de España, una película a la altura de la epopeya. Ya imaginamos el plano-secuencia de un halcón sobrevolando como el Graf Zeppelin la llanura de Tablada, que es la misma llanura que la de Troya, hasta posarse sobre la bola de oro que coronaba la torre que aún tardaría unos siglos en llamarse Giralda. La conquista de Sevilla fue, además, pródiga en clímax cinematográficos, como la embestida de la nave de Ramón de Bonifaz, almirante de la flota castellana, contra el puente de barcas de Triana, cordón umbilical que aseguraba el suministro a Sevilla de víveres desde el Aljarafe, quedando así definitivamente aislada. Este hecho se recuerda, por cierto, en los escudos de Santander, Avilés o Laredo, lugares donde se armó la flota que despejaría desde Sanlúcar al Muelle de la sal, el primer tramo de la Carrera de Indias.
Tampoco ha tenido fortuna literaria la gesta fernandina, contamos, sí, con la 'Primera crónica general', contemporánea a los hechos, mandada componer por Alfonso X, pero carecemos de ese poema épico que reclama para sí esta mayor ocasión que vieron los siglos, a la manera de 'Los Luisadas' de Camoens o 'La Araucana' de Ercilla.
En 1671, el año en que fue canonizado el Rey, Calderón de la Barca estrenó en Madrid, por las fiestas del Corpus Christi, un auto sacramental en dos partes 'El Santo Rey don Fernando', que incorpora toda la dificultad alegórica propia del genio español de la dramaturgia.
En 1846, el niño Gustavo Adolfo Bécquer, de apenas nueve años, lo intentaría en colaboración con su amigo Narciso Campillo, condiscípulo en la Escuela de Mareantes de San Telmo, seguramente inspirados por ese prodigio del barroco sevillano que es la capilla de la Virgen del Buen Aire donde escucharían misa diariamente. El retablo, una locura de oros y columnas salomónicas, está coronado por un altorrelieve que representa con todo detalle el campamento del Santo Rey, la torre y las murallas. Los aprendices de piloto y de poeta llegarían a completar varios cantos de ese infantil intento que irremediablemente se han perdido en la romántica noche de los tiempos.
No obstante Gustavo Adolfo volvería sobre el tema en su leyenda 'La promesa', aunque no es la mejor de sus narraciones: «El real de los cristianos se extendía hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban los muros de Sevilla. Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores».
Con la toma de Sevilla, las errabundas mesnadas que habían fatigado durante siglos la meseta como señores campeadores de la guerra al servicio, oh mío Cid, de taifas y reinos minúsculos, culminaban un ciclo histórico, casi a las puertas del Renacimiento prefigurado en la figura de Alfonso X, porque a la santidad sucedería la sabiduría.
Si con Fernando III se restauró el culto cristiano y la cátedra de San Isidoro, este año la fiesta más antigua de la ciudad, el reluciente jueves del Corpus, ha querido fundirse con la festividad del Rey Santo en el primer año del nuevo cabildo, que debería ver en esta coincidencia un signo de lo alto para recuperar un día feriado que nunca debió perderse.
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