Tribuna Abierta
Elegía por el pino de Fuentepiña
Me dice una amiga moguereña que el viento huracanado de estos últimos días ha arrancado el pino de Fuentepiña de aquella tierra que arropó dulcemente el leve cuerpecillo de Platero

En su larga estancia madrileña y en el ajetreo de sus años finales de «transterrado» en tierras americanas, Juan Ramón Jiménez llevó siempre consigo el aliento del «nido limpio y cálido» de su Moguer nativo, la «luz con el tiempo dentro» que también a él ... le iluminaba los más recónditos rincones del alma en una incesante recuperación emocional y literaria de aquellos «entes y sombras» de su infancia que, como la Sevilla del verso de Cernuda, eran más suyos cuanto más lejanos: los paisajes de aquel Moguer infantil con los colores malvas de los amaneceres y el grana de sus ocasos, el discurrir cotidiano de la vida del pueblo con el trajín sereno y aristocrático de sus artesanos del pan y del vino pero también con la tristeza doliente y gris de sus lacras sociales, la andadura silenciosa y cálida de quien se siente gozosamente arropado por la tierra y el cielo de su particular arcadia…, el espíritu sosegado y amable, en fin, de aquella «Tartesia linda» que el poeta, lúcido eternizador de lo efímero, se llevaría para siempre en lo más hondo para recrearlo una y otra vez en la constante «obra en marcha» de su quehacer lírico.
Entre esos escenarios campestres de Moguer era Fuentepiña, una pequeña finca familiar no lejos del pueblo, el lugar de descanso y esparcimiento del poeta, un escenario que hoy se encuentra, no sabemos por qué, en el más triste desamparo, con aquella casita blanca y su entorno como dejados de la mano de Dios, llenos de suciedad, olvidado su alto significado cultural y literario. Desde aquella atalaya verde que Juan Ramón frecuentaba con sus sucesivos burrillos plateros y que el poeta pintó en varias ocasiones, se divisaba el blanco y elegante caserío de Moguer, los campos salpicados de pinos y de viñedos, y más allá, en la lejanía, más difuminada ante la vista, la otra cara del pueblo, la marinera, abierta a la ría del Tinto y a los cercanos recuerdos de la gesta colombina. Y en la quietud de aquel huerto de la Piña, como lo llama el poeta en su libro inmortal, la noria verdinegra y la presencia altiva de un pino, refugio de trinos pajareros en su «cúpula verde, toda pintada de cenit azul».
Aquel pino «redondo y paternal» a cuya sombra el poeta enterraría a Platero fue siempre para Juan Ramón el símbolo más íntimo de su sentir moguereño, la metáfora de su altivo vivir como poeta. Al igual que Machado con el olmo viejo de esperanzadas hojas verdes que le auguraban la salud de Leonor ( «Mi corazón espera /también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera»), Juan Ramón se identificaría poéticamente con aquel árbol anclado en «la tierra húmeda de grandes lirios amarillos» de su Moguer nativo. Anclado como él mismo en la dulce tibieza de aquella tarde en que los niños, al visitar la tumba de Platero, le llenaban de preguntas ansiosas a las que el poeta respondía con un diálogo alzado a las alturas : «¡Platero, amigo! – le dije yo a la tierra - : si, como pienso, estás ahora en tu prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí?».
Me dice una amiga moguereña que el viento huracanado de estos últimos días ha arrancado el pino de Fuentepiña de aquella tierra que arropó dulcemente el leve cuerpecillo de Platero. Y que en Moguer se afanan por darle nueva vida a sus desvencijadas raíces devolviéndolas a su refugio terroso con todas las ayudas de la técnica agrícola moderna. Ojalá que este noble propósito nos lo devuelva de nuevo enhiesto y viviendo hacia lo alto, centinela de aquel paraje que tanto significó en la vida y en la obra de nuestro poeta.
Pero si este pino muere, habrá muerto también un jirón del recuerdo vivo de Juan Ramón, un símbolo de su ferviente comunión con aquel verdor de su Moguer natal trasmutado por él, en un milagro lírico, en la imagen más pura de su misma fusión con el cosmos y de su alta espiritualidad panteísta ( «En la luz celeste y tibia/ de la madrugada lenta, / por estos pinos iré / a un pino eterno que espera»). El ansia de eternidad, una constante en su larga trayectoria poética, se sustancia gozosamente en la figura mítica del pino, santo y seña de una divinidad fundida con la naturaleza.
El pino de Fuentepiña, alto y altivo como la fe que Juan Ramón tenía en su propia vocación poética, nos entristece en su caída a todos cuantos admiramos en lo más hondo la inmensidad de la altura lírica del autor de 'Platero', su portentosa lucidez para revelar el mundo con su palabra en creación. Y una tierna elegía por ese desarraigo de la madre tierra brota incesante en nuestros corazones como una desoladora pérdida.
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