tribuna abierta
1526: La Sevilla de Andrea Navagero
Y en Gradas vio también a unos indios ligeros de ropa que jugaban, ágiles y habilidosos, con «una especie de leño muy ligero y que botaba mucho». Era el caucho, que acababa de entrar en Europa por la puerta del río de Sevilla

En el curso de los próximos años Sevilla se prepara para celebrar dos destacadas efemérides de su reciente historia : la presentación, en el Ateneo, en 1927, de la generación poética exponente de la modernidad lírica y estética de nuestro tiempo, y la gran Exposición Iberoamericana ... que en 1929 proyectó universalmente el perfil de nuestra ciudad y enriqueció su tejido urbano y su monumentalidad. Pero antes de esas dos fechas, en el ya cercano 2026, Sevilla no puede olvidar un acontecimiento que daba cuenta de su destacado papel histórico en pleno Renacimiento. Y fue la boda, en el año 1526 y en el Alcázar de la ciudad, del emperador Carlos V con Isabel de Portugal. Una boda que la ciudad celebró con fiestas, homenajes y arcos triunfales y que propició una de las más interesantes semblanzas de la Sevilla histórica que se han escrito.
Esta descripción de aquella Sevilla volcada en su relación con el Nuevo Mundo recién descubierto la incluyó en su 'Viaje por España' el embajador de la Serenísima de Venecia Andrea Navagero, quien acompañaba a la corte de Carlos en su desplazamiento primero a Sevilla y después a Granada. Fue el mismo personaje que poco tiempo después, ya con la corte en la ciudad de la Alhambra, animaría a Juan Boscán a que escribiese en lengua castellana «sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos autores de Italia». Con aquella sugerencia, que Boscán trasladaría a su amigo Garcilaso de la Vega —altísimo poeta—, entraría en España el aliento poético de las nueva métrica italiana, cauce del espíritu innovador de Francisco Petrarca y de su elegante erotismo.
Sorprende comprobar cómo en el breve tiempo que se detuvo en nuestra ciudad —desde marzo hasta mayo del citado año—, Navagero, un exponente del mejor humanismo italiano y un gozoso admirador de los jardines, tuvo tiempo y voluntad para conocer de primera mano todos los rincones de Sevilla, desde los más brillantes y monumentales a los de menor impacto para los ojos de un extranjero. Y hasta de trazar un verdadero retrato sociológico de aquella urbe en expansión que se beneficiaba del monopolio comercial con América.
Constató con acierto que Sevilla «se parece más que ninguna otra de las de España a las ciudades de Italia», y deja caer una nota tal vez exagerada y cuanto menos curiosa cuando, contrariando la imagen de una ciudad muy populosa, afirma que «por estar Sevilla en el sitio en que está, salen de ella tantas personas para las Indias, que la ciudad se halla poco poblada y casi en poder de las mujeres». Comentando el calor veraniego y los 'reparos' que sus habitantes empleaban para conjurarlo, «solía decir el Rey Católico que el verano se debía pasar en Sevilla y el invierno en Burgos».
Desde su óptica de amante de los jardines, verá en los del Alcázar «un bosque de naranjos donde no penetra el sol, y es quizá el sitio más apacible que hay en toda España». Y en la Huerta del Rey «he visto naranjos tan altos como nuestros nogales». Pondera también el paisaje de la Cartuja de las Cuevas, las ruinas de Itálica y el encanto de la Giralda, «una torre muy alta y muy bella, con grandes y hermosas campanas, y se sube a ella por rampas como al campanario de San Marcos de Venecia».
Pero lo que más impactó de Sevilla a la mirada de Navagero fue, sin duda, su trajín humano, el poder del oro venido del continente americano, los nuevos usos y costumbres de una metrópolis en la que se podía ver lo que no era posible ver en ninguna otra ciudad del Viejo Mundo. Sobre todo el pintoresco ambiente de Gradas, el mercado más exótico de todo Occidente, al que «acuden a pasearse todo el día muchos hidalgos y mercaderes y donde se hacen muchos engaños», como comprobarían años después Rincón y Cortado, los dos pícaros cervantinos. Allí vio y probó Navagero por vez primera los alimentos que venían de América : las batatas, «que tienen sabor de castañas», y tal vez la piña o ananás, una fruta cuyo nombre no recuerda pero que «tiene un sabor entre el melón y el melocotón, con mucho aroma».
Y en Gradas vio también a unos indios ligeros de ropa que jugaban, ágiles y habilidosos, con «una especie de leño muy ligero y que botaba mucho», una pelota «tamaña como un melocotón o mayor» con la que hacían verdaderos prodigios manejándola desde los costados e incluso tendidos en el suelo. Era el caucho, que acababa de entrar en Europa por la puerta del río de Sevilla.
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