El placer es mío
La vida es un milagro
La gratitud y el asombro representan no sólo la forma más emocionante de vivir sino también la única razonable
Siempre he admirado la capacidad de poner al mal tiempo buena cara. Pero no considero una cualidad inferior la de saber apreciar la buena estrella. Mi máxima aspiración vital es parecerme a ese protagonista anónimo del poema de Borges: «un hombre que ha aprendido a ... agradecer las modestas limosnas de los días: el sueño, la rutina y el sabor del agua». Esos presentes cotidianos son en verdad lujos excepcionales. Chesterton, que es el autor que más luminosamente ha escrito sobre el asombro, se alegraba de que la nieve fuera blanca «por el motivo muy razonable de que podría haber sido negra».
El asombro lleva a la felicidad por la misma autopista que conduce a la gratitud. También nos advertía el escritor británico que curiosamente los más agradecidos y pasmados, quienes con más intensidad aman la vida, son habitualmente los que tienen menos motivos para hacerlo. Procuro no olvidarme nunca de eso, especialmente en vacaciones, cuando no deja de sorprenderme la cantidad gente privilegiada que me encuentro poniendo al buen tiempo mala cara. Existir es un milagro que no hemos hecho nada por merecer. Uno simplemente tiene la fortuna de nacer. Sin embargo, hay quien en estas fechas se despierta con vistas al mar y no quita la cara avinagrada en todo el día. Pensar que tenemos lo que nos hemos ganado es arrogancia. Afuera siempre hay gente con más méritos y menos compensaciones. Lo mínimo es hacerle justicia a nuestra suerte con una sonrisa.
De entre las parábolas que en los años 50 se pusieron de moda en Oxford para explicar las creencias religiosas, mis favorita es la de Ryle. En ella la vida es comparada con la factura que un estudiante revisa de los servicios que ha recibido de su college. El administrador le asegura que están incluidos todos los conceptos. Pero el alumno siente lo contrario. Sólo se han recogido los más evidentes. Todo lo invisible, lo más importante, no se le ha cobrado. Según explica Manuel Fraijó en su magnífica Filosofía de la religión, la actitud del creyente acaso se defina por esa cavilación agradecida. Cuando uno se sabe en deuda y no está seguro de a quién debe darle las gracias, acaba mirando al cielo.
Lo verdaderamente misterioso es que el mundo exista, pensaba Wittgenstein. Y a mí me parece que así es, y que lo único sensato que se pueda hacer cuando te presentan la factura incompleta de vivir, y te aseguran que no hay error, o cuando cumples cincuenta y un años y no te duele nada, o cuando llega el final de agosto y resulta que tienes vacaciones, o cuando simplemente la mañana amanece con un azul intenso en el cielo, y así ocurre casi todos los días no sólo donde veraneas, sino en la ciudad en la que vives, es mostrar gratitud y disfrutar. No hace falta ser creyente para sentirse agradecido por todo lo recibido. Sólo hay que ser un poco romántico y un poco ilustrado. Quiero decir que basta con comprender que la gratitud y el asombro representan no sólo la forma más emocionante de vivir sino también la única razonable.
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