EL PLACER ES MÍO
Utopías profesionales
En alguna ocasión me he imaginado en uno de esos trabajos de dejar las horas pasar. No se me ocurre nada más deprimente
A Hayek se le considera el padre del neoliberalismo. Marx no necesita presentación. Ambos llegan a ideas antagónicas, pero me parece que parten de una común. Si el filósofo austriaco defiende la libertad económica y de empresa a ultranza es porque la considera imprescindible para ... la libertad personal, es decir, para que cada uno pueda dedicarse a lo que quiera. Toda su reflexión está atravesada, de hecho, por ese desiderátum irrenunciable, que es, en el fondo, la aspiración de felicidad.
La gran paradoja es que el sueño de Marx no era muy diferente. Su crítica al trabajo alienado de las fábricas tenía un alcance no sólo materialista sino espiritual. En el pensamiento del filósofo alemán, lo que los capitalistas sustraen a los obreros es la plusvalía de su trabajo, pero también algo más profundo. El sentido de sus palabras es clarísimo: el trabajo es alienado en la medida en que el empleado «no está en lo suyo cuando trabaja» y «sólo está en lo suyo cuando no trabaja». Por tanto, lo que le quita el empresario al trabajador, por encima de todo, es la posibilidad de realizarse personalmente.
Sobre el valor del trabajo para la vida personal también escribió Erich Fromm, que lo consideró un componente fundamental de la libertad positiva. El trabajo, argumentaba, brinda la posibilidad de dar lo mejor que lleva dentro uno mismo. Valorado en sí mismo, más allá de su resultado material, el trabajo es, o puede ser, fuente de felicidad. Le da sentido a la vida, en la medida en que concede la posibilidad de utilizar la libertad de una forma creadora. Nos aparta del abismo del vacío y nos hace menos vulnerables al abatimiento.
Hoy, la visión del trabajo me parece que oscila entre dos polos. En un extremo, la perspectiva romántica, que presenta la vida profesional como una pasión, casi equiparable al amor como centro de la existencia. Una pasión que, también como el amor, puede llegar a ser fatal, pero no importa, porque es mejor malvivir en la precariedad que renunciar al sueño de una dedicación estimulante e inspiradora. En el otro extremo, la mirada escéptica y cínica, cuya máxima aspiración es un trabajo bien remunerado o que otorgue total seguridad, aunque no tenga nada que ver con las motivaciones personales.
Al poco de retornar a mis obligaciones laborales tras el descanso navideño, debo decir que ninguna de esas dos utopías me tienta. Alguna vez he fantaseado con una vida profesional más cercana a lo que podría considerar mi pasión, y mi conclusión es que podría haber sido feliz, pero también muy desgraciado. El disfrute y la autoestima ligados al trabajo dependen del valor reconocido por los demás al menos tanto como de la posibilidad de hacer lo que nos gusta. Inversamente, también me he imaginado en uno de esos empleos garantizados para toda la vida y de dejar las horas pasar. Y no se me ocurre nada más deprimente. Los paraísos soñados son a menudo infiernos. Eso también lo aprendimos con Marx. En el punto medio está la virtud.
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