El placer es mío
Tempus fugit
No lo olvide si uno de estos próximos días tiene la suerte de caminar por doña María Coronel o El Silencio y aún huelen los naranjos
Una fila de naranjos besa los balcones de mi casa y, desde hace unas semanas, cada mañana temprano, lo primero que hago al levantarme es abrir las ventanas y agradecer mi suerte. Procuro no olvidarme nunca de hacerlo y si en alguno de estos contados ... días de fragancia, aún más contados este año por las lluvias, ya de noche en la cama, no recuerdo los momentos exactos en que me he parado para aspirar intensamente mi calle, con justicia me reprocho: en qué estarías pensando.
Decía Chesterton que hay más lirismo en cualquier beso que en el más poético de los versos. De la misma forma, hay más filosofía en esta flor efímera sevillana que en todo el Banquete de Platón. La vida es un suspiro y la paradoja de estos tiempos de hoy, en los que se proclama el carpe diem, es que nada se disfruta menos que el momento. Toda la felicidad pende del instante. Pero en ningún instante nos detenemos. Ninguno nos parece suficiente, porque cada nueva experiencia es sólo la ansiedad de una siguiente. El tiempo vuela, y nuestra vida líquida hace que vuele más.
De todo ello me doy más cuenta ahora que mis dos hijos se hacen mayores: el primero ya para poco por casa y el segundo se va el curso que viene. Y aunque intento sortear la nostalgia, reconozco que volvería sin dudarlo a esos momentos agotadores y un poco fastidiosos, en los que tenía que ir a recogerlos del colegio, o hacerles la merienda o bregar para acostarlos. Le daría la vuelta al calendario sólo por rememorar esos pasajes de la vida en que ellos reclamaban mi atención, cuando mi atención reclamaba otras cosas.
Yo era entonces, en las tareas domésticas o cuando jugaba con ellos, el mismo yo apresurado, liviano, ingrato e inconsciente que soy ahora cuando me olvido de oler el azahar. Y, por eso, de los numerosos motivos que tengo para sentirme afortunado, el mayor de ellos es el de ser padre de dos hijos que dieron densidad a mi vida, espesándola de obligaciones, aunque no siempre supiera apreciarlas. Doy gracias a mi mujer por hacerlo posible. Y le doy también gracias por aconsejarme, hace sólo unos días, con ese extraño don suyo para leerme el pensamiento, que cuando el mayor vuelva por Semana Santa, me tome mi tiempo y me pare. Porque el azahar de delante de casa ya casi se ha caído, no volverá a salir hasta la primavera que viene y quién sabe dónde estaremos entonces.
De modo que en absoluto exagero. Todo lo que puede aprenderse sobre la un poco cruel pero bellísima brevedad de la existencia se resume en la súbita aparición y aún más súbita desaparición del azahar. Y no hay lección filosófica más sabia para afrontarla que la que también esta flor nos enseña: pasar por la vida sin detenerse a disfrutarla y sin mostrar gratitud es como pasar por la vida sin haberla vivido. No lo olvide si uno de estos próximos días tiene usted la suerte de caminar por doña María Coronel o El Silencio y aún huelen los naranjos.
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