TRIBUNA ABIERTA
Pantonario estival: blanco
Blanco como un paréntesis de realidad, como un agujero en el discurrir, como una introspección sin objeto, como una excursión espiritual al vacío
Blanco como la cal. Como las fachadas de los pueblos blancos de Andalucía y Extremadura. Como las casas con techos a dos aguas del Algarve y el Alentejo. Blanco interrumpido de celestes y verdes fileteando las ventanas, como queriendo destacarlas, ésas sí que son ventanas ... de oportunidad: al sol, a la calle, a la gente, al runrún de la vida, a las playas más maravillosas de mi mundo entero, las de la costa vicentina. Blanco como los albornoces de un buen hotel, como las zapatillas de rizo para andar por la habitación, como unas toallas impecablemente dobladas, como unas sábanas de algodón egipcio impolutas, como unas cortinas de gasa blanca, como una cama antes de ser lujuriosamente desbaratada, como es el verdadero lujo: desnudo, discreto, callado, casi transparente, lo contrario a lo evidente. Blanco.
Blanco como el silencio, que es blanco, aunque usted no lo haya visto. Como un desayuno en un porche en el que solo se oyen los pájaros. Como la conversación justa, casi susurrante, quieres azúcar, no, gracias, te pongo más café, sí, por favor, y toda tu concentración en una lectura completamente irrelevante pero maravillosamente placentera. Blanco como una mente en blanco, despreocupada de obligaciones, de trabajo e incluso de hijos. Blanco como un paréntesis de realidad, como un agujero en el discurrir, como una introspección sin objeto, como una excursión espiritual al vacío, como un pensar en algo y no recordar al minuto qué estabas pensando, como un razonamiento juguetón y distraído, como desplegado en hipervínculos, que salta de unas ideas a otras casi por azar o mero capricho. Blanco de mesa y mantel en una terraza de fondos azules, de albariño enfriado en la champanera, de cubertería buena sobre hilo blanco. Blanco como una camisa de lino blanca.
Blanco como las gambas blancas de Huelva, como la veta entreverada del jamón de Jabugo, como el lomo limpio de un lenguado, como una dorada servida a la espalda, despojada de piel y espinas, con unas verduritas asadas coloreándola. Blanco como la pantalla en el momento de la creación, como el papel antes del dibujo, como era este artículo cuando no estaba escrito, como una intuición, como una promesa, como una expectativa, como un estreno, como un primero de agosto, como un deseo, como el deseo recuperado, como dos cuerpos abrazados después del fragor, como esos anuncios de vacaciones de parejas vestidas de blanco paseando por la playa, a punto de hacer el amor, o después de haberlo hecho, o quizás las dos cosas a la vez. Blanco como las páginas de cortesía de un libro leído a cuatro manos con las cabezas juntas en la almohada (Carpentier), como la verdad de las mentiras de las novelas (Vargas Llosa), como una fantasía y una ilusión. Blanco como una crema solar preparada para ser untada sobre la piel morena.
Blanco como la inocencia, como la infancia, como el simca mil conducido por mi hermana que nos llevaba hasta el aeroclub de Tablada, como las primeras mañanas de las vacaciones junto a mi primo, jugando al fútbol en cualquier descampado, justo debajo de casa, donde hoy hay un hotel, o en los campos de San Benito, o junto al estadio del Sevilla, cuando no había centro comercial y todo eso era albero. Blanco como los placeres de entonces, como la televisión vuelta hacia la terraza, y los siete cenando viendo el Mundial o las Olimpiadas, y mi padre comentando el fresco que corre en un octavo. Blanco como nuestras primeras vacaciones en la playa, en Punta Umbría, en un piso alquilado, ya adolescente, y el gozoso descubrimiento de una felicidad veraniega que me parecía casi irreal, insólita, asombrosa, las pachangas en marea baja, los atardeceres en la playa, las noches livianas en las que no había que dar mil vueltas en la cama para quedarse dormido.
Blanco como la claridad de los días infinitos, como la luz de Isla Cristina, como la espuma del mar, y de la cerveza helada, como la bandera de la paz, como la tranquilidad de conciencia, como un hasta aquí hemos llegado, como un fin y como un inicio, como un nuevo inicio, un borrar y un empezar de cero. Blanco como una libreta antes del comienzo de curso, como un todo es posible, mientras tanto disfrutemos, como la libertad pura, veinticuatro horas libres y siete días libres, como el aislamiento voluntario, como la soledad compartida en pareja, y llenada consigo misma (Cernuda), como la alegría esencial, sin compromisos ni aderezos, el oficio exclusivo de vivir, cada uno a su modo, la anarquía bellísima de la existencia.
Blanco como la lentitud, que también es blanca, aunque usted no se haya dado cuenta. Como los minutos densos de la niñez, como el aburrimiento gozoso y fecundo, como las siestas con pijama, como las almohadas en el sofá, como las meriendas recuperadas de tostadas con mantequilla, como los desayunos en los que dan las doce, como las conversaciones de sobremesa y los helados de leche merengada. Blanco como un abrazo, como una caricia, como una oración, como una sonrisa, como un regalo.
(*) Miguel Ángel Robles es consultor y periodista
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