EL PLACER ES MÍO
Hablar a lo pueblo
Estilísticamente se diferencia por el uso de formas impersonales como «según se dice» o «siempre se ha creído», frente a la omnipresencia del «yo opino» y «yo pienso»
En la rutina diaria de un buen amigo mío, que vive en Sanlúcar de Barrameda, no falta nunca el primer café de la mañana en un bar de pescadores que abre muy temprano. Mi amigo va allí no tanto por el café, como por escuchar ... lo que se dice. Esas palabras son su primer informativo matinal, pero también algo más: un breviario de filosofía popular para engancharse cada jornada a la vida. Siempre me acuerdo de él en estas fechas, porque, hasta el año pasado, mis hijos pasaban los primeros días de agosto en Jerez de los Caballeros, y el abuelo Pepe los llevaba al Mijina, de donde traían siempre no sólo multitud de anécdotas, sino numerosos dichos populares cargados de sentido y sabiduría. Aquel bar frecuentado por mayores fue sin duda su mejor campamento de verano.
María Zambrano caracterizó magistralmente ese tipo de conversaciones que aún pueden escucharse en la España profunda como «hablar a lo pueblo». Estilísticamente se diferencia por el uso de formas impersonales como «según se dice» o «siempre se ha creído», frente a la omnipresencia del «yo opino» y «yo pienso». Pero esa marca de estilo es sólo el reflejo de una oposición de fondo. Mientras que, en el hablar moderno, el sujeto se concede a sí mismo, y a su opinión, la máxima importancia, el que habla a lo pueblo se convierte simplemente en heredero y portavoz de una sabiduría a veces de siglos y siempre producto de una larga experiencia.
La paradoja de esta divergencia es que quien se quita a sí mismo todo el protagonismo, se llena de autoridad, pues no opina, sino que sentencia, y aquello que afirma de manera impersonal y modesta, adquiere relevancia por sí mismo, «no es importante porque lo diga él, sino porque es así y está dicho así, desde antes», explica brillantemente Zambrano. En cambio, quien abusa del «yo opino», al ponerse él mismo por delante de lo que afirma, deprecia su argumentación, convirtiéndola en irrelevante.
Pero en realidad la paradoja es más profunda. No es sólo que quien se refuerza se desvalora y quien se ningunea se destaca. Es que las frases habitualmente desafiantes, agresivas y dogmáticas del lenguaje moderno están mucho más vacías de personalidad que las impersonales del hablar antiguo. Son, escribe Zambrano, la opinión cruda de la minoría dirigente traspasada de forma directa al individuo, «la demagogia misma cristalizada». La gran contradicción es que el sujeto que se singulariza es mucho más masa que individuo.
Imposible no aplicar todas estas ideas a lo que hoy vemos en las redes. Nunca ha opinado más gente y nunca la opinión ha estado más despersonalizada. Nos creemos en posesión de ideas propias que en realidad son una mera apropiación de consignas previamente formuladas. Cuánto mejores no son esas conversaciones de viejos en las que se expresan verdades quizás dudosas pero que presentan al menos la doble ventaja de ser formuladas con prudencia y acoger un pensamiento atemperado por el tiempo y la opinión popular.
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