EL PLACER ES MÍO
Mi fe, mi desprecio
A quien disfraza el cálculo de rebeldía, porque con su sátira sólo puede obtener una ganancia, no cabe ofrecerle más que desprecio
La representación de la Última Cena en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, negada y confirmada según por quién, me produce al mismo tiempo orgullo, desprecio y tristeza. Orgullo por profesar una fe que puede ser objeto de insulto sin que sus autores tengan ... nada que temer por ello. Es un lugar común en estos casos arrojar sobre los difamadores de El Evangelio el exabrupto de «el mismo valor con el Corán», pero también es exacto. Evidentemente con otras religiones no se atreven, pero eso me hace pensar no sólo en la cobardía de los supuestos valientes, sino en la superioridad moral de una religión que anticipó y afirma hoy plenamente los ideales de la Ilustración. Muchos siguen muriendo por esa fe en distintas partes del mundo, pero nadie mata por ella, ni tampoco persigue, condena, discrimina, margina, culpa, estigmatiza o segrega por no practicarla. Sería incapaz de abrazar una religión que, en pleno siglo XXI, lo hiciera.
Y hasta aquí el orgullo. El desprecio es por los perpetradores del engendro. Me acuerdo de la escena de Casablanca. ¿Me desprecias, verdad?, le pregunta a Rick el cínico Ugarte, después de confesarle que tenía los salvoconductos de los correos alemanes asesinados. A lo que Rick le responde: «si pensara en ti posiblemente lo haría». Como decía Hermann Hesse, no hay nada que admirar en quien no sacrifica nada por sus ideas. Sólo merece respeto el provocador que con su diatriba se expone a perder lo que tiene. A quien disfraza el cálculo de rebeldía, porque con su sátira sólo puede obtener una ganancia, no cabe ofrecerle más que desprecio. Que para ser un desprecio perfecto tendría que ser tan indiferente como el de Rick. En cierta forma este artículo es una contradicción con lo que pienso. La reacción más coherente con mis ideas sería el silencio. Esta mofa no merece nuestra indignación, sólo merece ser ignorada. La protesta y ruido es su rédito. Una ira exagerada sería su exculpación.
Termino con la tristeza. O, al menos, cierta decepción. La que me provoca ver a Francia, a Europa en general, a sus dirigentes y a su burocracia, renegando de su tradición histórica, de sus señas de identidad diferenciales, en las que es imposible discutir la influencia del cristianismo. En los pueblos, como en las personas, cualquier posibilidad de felicidad y progreso pasa por una cierta autoestima, conformidad y agradecimiento por el legado heredado, que en absoluto es obstáculo sino acicate para la crítica y la mejora. Como sugería Chesterton, lo natural es querer lo nuestro por la principal y muy lógica razón de que es lo nuestro. Queremos a nuestra familia porque es la nuestra, y nos sentimos orgullosos de nuestro país porque es el nuestro. Pero es que además los europeos tenemos bastantes motivos objetivos para sentir gratitud por haber sido educados aquí. Me cuesta creer que en otras partes del mundo libre, como los Estados Unidos, una ceremonia así acogiera una autorrefutación tan grotesca de sus raíces culturales.
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