EL PLACER ES MÍO
Dame 'sugar'
El realismo de hoy consiste en empujar la percepción de las cosas siempre hacia lo peor. Lo más bajo es lo más auténtico
Tengo una debilidad cuando llegan estas fechas y, como es inconfesable, la voy a confesar aquí. Consiste en atiborrarme de almibaradas películas navideñas. Sucumbo no sólo a los clásicos, que revisito con placentera constancia, como Qué bello es vivir, El bazar de las sorpresas y ... otros tantos, sino también a las películas más infames, aquellas con una trama que incluso avergüenza rememorarla, como una reciente que he visto sobre una estatua de hielo que cobra vida. El único requisito imprescindible que les pido, además de una maximalista ambientación navideña, es que acaben con un canónico final feliz: la consumación de un romance, la reconciliación entre amigos, cualquier cosa me vale.
Acercándose la Nochebuena, lo único que le pido a Netflix es que me dé sugar. Una preferencia que, si lo pienso bien, no es sólo cinematográfica y navideña, sino que me define personalmente todo el año, y me hace sentir extraño en una sociedad que ha volcado sus predilecciones hacia lo amargo y lo ácido. El hombre actual se ha vuelto demasiado escéptico para creer en el ideal y demasiado crédulo con una imagen de lo real que excluye toda posibilidad de elevación. Cuestiona con sarcasmo esa visión dulcificada de la vida que acepta la posibilidad de que dos personas predestinadas para estar juntas se encuentren y permanezcan unidas. Pero asume como un dogma esa otra visión agria según la cual ningún amor es para siempre, toda familia es un enjambre de resentimientos y nada es sagrado salvo el dinero. Como afirmó el filósofo René Girard, el realismo de hoy consiste en empujar la percepción de las cosas siempre hacia lo peor. Lo más bajo es lo más auténtico.
Y sin embargo, hay muchos que nos sentimos más representados en esa Navidad supuestamente de mentira que en la presuntamente real sin un ápice de piedad con el espíritu de las fiestas. Si la verdad de la Navidad es la familia enfrentada, el amor traicionado, las amistades de conveniencia, los regalos que en lugar de unir enfrentan, las cenas de compromiso y el consumismo desaforado, yo tengo que decir que esa no es la Navidad que he conocido y, por tanto, para mí, no es real, o no es desde luego más real que la contraria. Todo lo cual lo hago extrapolable a cualquier época del calendario. A la identificación de lo verdadero con lo sórdido, yo me opongo, pero no por un idealismo infantil, sino por un realismo adulto, que me lleva a rechazar una versión de los hechos que no es la que he vivido.
De modo que, si confieso mi debilidad navideña es que porque, después de todo, la valoro como fortaleza. Hay que resistirse a esa otra máquina del fango que embarra todo lo sublime que hay en la vida y que además no es nada democrática. Porque se empieza en el relativismo de lo bello y de lo noble y se acaba en la dictadura de lo cutre. Según donde se mire, lo vulgar también es bulo. En la ficción realista de una Navidad y una vida de mierda ni con esfuerzo me encuentro. Lo lamento por aquéllos que ven ahí su verdad.