El placer es mío
Cuartelillo a la nostalgia
No tener ningún plan para el verano no sólo me hizo feliz, sino que me resultó muy fructífero
Soy poco de mirar atrás. Por lo general, cualquier tiempo futuro me parece mejor. Pero si hay un momento del año en que le doy un poco de cuartelillo a la nostalgia es el inicio del verano. En cierto modo, resulta paradójico, porque cuando era ... pequeño no nos movíamos de Sevilla. Las horas pasaban lentísimas en casa, especialmente hasta que se acababa la siesta, momento en el que cogíamos el coche para ir a la piscina. Las tardes eran entretenidas, pero las mañanas se me hacían eternas. Además, mi primo Jesús se iba a Cádiz, y me quedaba sin nadie con quien bajar a la calle a jugar al fútbol. Cuando me quejaba («mamá, me aburro»), la respuesta que recibía era que «sólo los tontos se aburren».
La solución a mi tedio (y a mi estupidez) me llegó, ya adolescente, con los libros juveniles que me prestó mi querido Juanje (hoy mi cuñado y entonces novio de mi hermana mayor). Recuerdo una serie que se llamaba 'Los tres investigadores' y por supuesto la de 'Los cinco'. También Agatha Christie. De aquellas primeras lecturas y otras similares, pasé a la colección de clásicos de la historia de la literatura universal que tenía mi padre. Me acerqué inicialmente con escepticismo, con la sensación de 'esto no va a ser para mí'. Asociaba la literatura a deberes y comentarios de texto que exigían una fatigosa búsqueda de figuras retóricas que no se me daba bien del todo. Pero cuando leí la 'Odisea', que creo recordar que era el primer libro de esa colección, y comprobé que no sólo lo entendía sino que era una aventura aún mejor que la de los libros juveniles, las horas vacías del verano se convirtieron en las más llenas.
Me levantaba muy temprano, ansioso de aprovechar todo ese vitalísimo tiempo muerto. Empezaba a leer en el sofá, antes del desayuno, con el día recién amanecido. Y luego, cuando en el salón ya hacía demasiado calor, porque tenía orientación sur, me pasaba al dormitorio, y continuaba hasta la hora de la comida. Uno tras otro, los títulos de aquella colección fueron cayendo casi todos. 'Ivanhoe', 'Los Miserables', 'Rojo y Negro', 'Madame Bovary', 'Crimen y Castigo', 'Cien años de soledad', 'La ciudad y los perros'… Es difícil describir la felicidad que me produjeron aquellos títulos y muchos otros. Tengo además la certeza de que aquellos libros fueron mi mejor universidad: la más cualificada preparación a todo lo que luego he hecho profesionalmente.
Hoy vivimos obsesionados con llenar el tiempo de los niños, preservándolos de cualquier amenaza de aburrimiento. Piscinas, campamentos, viajes, intercambios, actividades deportivas, academias de idiomas… cualquier cosa antes del «mamá, me aburro». Todo tiene que ser divertido y además útil. Sin embargo, a mí, no tener ningún plan para el verano no sólo me hizo feliz, sino que me resultó fructífero. No quiero exagerar, pero yo diría que las horas muertas del verano me cambiaron la vida. Quién fuera adolescente otra vez sólo por el placer de no tener nada que hacer en estos primeros días de julio salvo ponerme a leer.
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