puntadas sin hilo
Vas a ir a Campillos
Nos lo imaginábamos como un Sing Sing escolar, un lugar frío en el que se comía una vez al día
Sí, a mí también me amenazó mi padre con llevarme a Campillos. Como a muchos adolescentes —los más golfetes, para qué lo vamos a ocultar— de los años 70 y 80. Como la mayoría de los amenazados, nunca llegué a ir, quizás porque mi padre ... consideró que mis problemas de conducta se podían reconducir sin necesidad de recurrir al exilio académico. Campillos —el internado San José de Campillos, ubicado en esta localidad malagueña— era el último recurso, la tarjeta roja. Los chavales sabíamos que cuando los padres dejaban caer la palabra 'Campillos' en las recurrentes broncas familiares significaba que la cosa pintaba fea y que había llegado el momento de echar el freno y dedicar un poco de tiempo a los estudios.
En aquellos tiempos, el siglo I antes de Internet, la falta de datos provocaba que los jóvenes nos movieramos mucho por ensoñaciones colectivas. Campillos era una de ellas; nos lo imaginábamos como un Sing Sing escolar, un lugar frío y sombrío en el que se comía una vez al día y donde los internos eran sacados a un patio interior por el que caminaban en círculos. Apenas nos llegaban testimonios de primera mano; en mi colegio llegó un chico de quien se rumoreaba que había estado en Campillos, y lo mirábamos con una extraña mezcla de cautela y respeto. Cuando adquirí cierta confianza me atreví a preguntarle por aquello y se mostró esquivo, una actitud que comparé inconscientemente con los soldados que volvían de Vietnam y eran reacios a contar las torturas a las que habían sido sometidos. Solo me comentó que allí había que ir con la ropa marcada con un número. Sería por el servicio de lavandería, pero a mis amigos y mí nos ratificó que aquello tenía definitivamente la categoría de campo de concentración.
San José de Campillos acaba de salir a subasta en un último y desesperado intento de evitar su cierre. La sociedad que gestiona el centro, integrada por los propios trabajadores, se encuentra en concurso de acreedores desde hace dos años. El progresivo descenso del número de alumnos fue socavando la viabilidad del proyecto y la pandemia dio la estocada definitiva. La paradoja del asunto es que Campillos echa el cierre cuando las tasas de delincuencia juvenil son muy superiores a las que se registraban en su momento de mayor esplendor. Es decir, el hundimiento del negocio no obedece ni mucho menos a la falta de menores conflictivos, sino a la eliminación de la severidad como herramienta del sistema educativo. Hace tiempo que la enseñanza optó por otros caminos menos coercitivos para enderezar a los chicos difíciles, renegando de imposiciones o castigos, lo que convirtió a un internado con fama de riguroso en un anacronismo. No soy pedagogo y no puedo opinar, pero tengo la impresión de que las cosas irían algo mejor si a cierta gente les hubieran amenazado en su día con ir a Campillos.
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