Puntadas sin hilo
La dignidad de Antonio Asunción
Aquel ministro del Interior dimitió tras la fuga de Roldán para salvar su reputación y la del Gobierno. No esperen lo mismo de Marlaska
Antonio Asunción tardó veinte años en explicar por qué dimitió como ministro del Interior, una cartera clave en los últimos gobiernos de Felipe González. Ocurrió en 1994, cuando Luis Roldán –a quien Asunción había destituido como director general de la Guardia Civil nada más llegar ... al Ministerio– se había fugado de España al verse acorralado por las pruebas de los delitos que había cometido. Horas después de que se confirmase la huida de Roldán, Asunción asumió el fracaso policial y presentó su dimisión irrevocable. Solo habló de aquella decisión dos décadas después. «No tenía otra opción», recordaba en la citada entrevista, año y medio antes de su muerte, «porque si no hubiese parecido que yo era cómplice de semejante sujeto. También era necesario que el Gobierno se desmarcase».
Las palabras de Asunción muestran un sentido de la dignidad que se ha perdido en la política española. Aquel ministro se fue para mantener la limpieza de su apellido y la del Gobierno al que pertenecía. Ambas razones eran más importantes que la permanencia en un cargo en el que apenas llevaba un año y que era la culminación soñada de su carrera. Asunción optó por caminar por la calle con la cabeza alta antes que desplazarse en coche oficial señalado como cómplice de un delincuente.
Fernando Grande-Marlaska ocupa ahora el mismo cargo que Asunción y se enfrenta a una encrucijada muy similar. La huida de Puigdemont solo puede responder a dos supuestos: o el Gobierno de Sánchez ha pactado con el prófugo su humillante irrupción y posterior fuga, o realmente se le ha escapado a las fuerzas de seguridad. La única forma de disipar las sospechas de lo primero y de asumir la responsabilidad por lo segundo es presentar la renuncia, como hizo Asunción. Aquel ministro del Interior de Felipe González dimitió para salvar su reputación personal y la del Gobierno, pero no esperen lo mismo de Grande-Marlaska.
A ambos ministros del Interior les separan treinta años y un concepto de honestidad política que se quedó en algún recodo del camino. A Antonio Asunción la hipótesis de que los españoles pudieran pensar que estaba compinchado con Roldán le pesaba más que la vergüenza de asumir el estrepitoso ridículo por la huida del delincuente. Por el contrario, el tocata y fuga de Puigdemont huele a compadreo con el Gobierno, pero en Moncloa no preocupa a nadie la sospecha de contubernio con un reo. Hace tanto tiempo que Sánchez vendió su alma al diablo independentista que la cuestión de si el Ejecutivo estaba de acuerdo o no con Puigdemont es anecdótica. La modernidad política consiste en que un prófugo se ríe de los españoles y la sospecha de que ha sido con la aquiescencia del Gobierno no inquieta al ministro del Interior, que hoy acudirá a su despacho como si nada hubiera pasado.
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