Puntadas sin hilo
El arte de viajar
Los viajes han dejado de ser una aventura para convertirse en una actividad cómoda y previsible
MI hija estudia en una universidad fuera de Sevilla y cuando hablo con ella me retrotraigo con frecuencia cuarenta años atrás, cuando yo estudiaba Periodismo en Madrid. La vida ha cambiado mucho desde entonces, pero el escenario es similar al que yo viví con mis ... padres: en nuestras conversaciones hablamos del agobio de los estudios, las anécdotas estudiantiles, los problemas domésticos de una independencia todavía incipiente y, sobre todo, la recurrente petición de dinero. No todo es igual, yo le contaba a mis padres que me iba el fin de semana a Cercedilla y mi hija me dice que se va a Londres o Berlín aproximadamente por el mismo dinero que me costaba a mí la escapada serrana. También me pide un bizum para pagar la compra desde la cola del supermercado, cuando mi padre me enviaba una transferencia que tardaba tres días en llegar y había que recoger en la oficina bancaria firmando un cheque. Pero matices aparte, detecto el mismo entusiasmo de quién se asoma con curiosidad a la vida adulta, y eso me produce melancolía.
Este fin de semana he viajado con ella a Madrid y he recordado que hice el mismo trayecto con mi padre al poco de comenzar mis estudios en la universidad. Y esto sí que ha cambiado. Viajar, me refiero. No por las carreteras, que siguen siendo aproximadamente las mismas, sino por toda la logística tecnológica que convierte en un aburrido trámite lo que antes era una aventura. En primer lugar por las opciones de entretenimiento: no es lo mismo tragarte 500 kilómetros recitando mentalmente el doble LP del 'Rock&Ríos' –del 'Bienvenidos' al 'Lua, Lua,Lua'– como yo hacía que distraerte viendo una serie de Netflix.
Antes te ibas de viaje y no sabías cuándo llegarías. Las dificultades para concretar una horquilla horaria se zanjaba con el consabido 'no nos esperéis para comer'. Ahora todo es diferente; nosotros no habíamos salido de la SE-30 cuando mi hija anunció que llegaríamos a las 13:43. De toda la información que proporciona el móvil –intensidad de tráfico, radares, datos meteorológicos, gasolineras, trayectos alternativos...– la que más me estorba es la gastronómica. Comer en carretera antes era una aventura, un juego de intuición basado en la interpretación de signos difusos. Te dejabas seducir por el nombre del local y su aspecto exterior, aunque había un dato definitivo:
–Vamos a comer aquí, que hay muchos camiones.
Esa magia se ha perdido. Ahora que internet te ofrece los diez mejores sitios para almorzar en Navalmoral de la Mata, el riesgo es cero. Viajar ha dejado de ser un arte para convertirse en una actividad previsible que apenas deja margen para el virtuosismo. Google ha asesinado al amiguete comercial que presumía de conocerse el viario español de cabo a rabo. No hay sitio para artistas en la carretera. Viajar hoy es sin duda mucho más cómodo, pero añoro el alegrón que compartía con mi padre cuando acertábamos con la venta en el camino.
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