puntadas sin hilo
Amor de abuelo
Lo más terrible del crimen de Granada es la transgresión de un orden natural
Estoy en ese momento hermoso e inquietante en el que personas de mi entorno vital comienzan a ser abuelos. Quién nos ha visto y quién nos ve. La vida te va colocando hitos a los que los allegados nos acercamos en pelotón, como metas volantes ... en una carrera ciclista, pero siempre hay uno que esprinta y cruza la línea antes que nadie: el primero en echarse novia, el primero en casarse, el primero en ser padre, el primero en ser abuelo. Personalmente nunca tuve prisa por quemar etapas, así que en mi círculo más cercano jamás he sido pionero. Espero que la lentitud se mantenga y tarde mucho en llegar a la meta final.
De todas estas conversiones que uno puede afrontar en su vida, la más transformadora es la de ser padre o madre, porque supone una reprogramación de todo el sistema operativo del cerebro y del corazón. Altera el orden de prioridades en lo material y en lo afectivo. Tener hijos genera las mejores satisfacciones que uno pueda experimentar, pero también las más severas preocupaciones. Sin embargo, intuyo que la transformación en abuelo o abuela está desprovista de esta gravedad, como si uno pudiera comer el fruto sin la carga de los cuidados del árbol. Entiendo esta liberación como un reconocimiento que ofrece la vida en compensación por años de sacrificio en la crianza de los hijos, la oportunidad postrera de amar sin el lastre de la responsabilidad directa de la educación. A los abuelos se les permite todo aquello que los padres tienen que reprimir. Es un cariño libre y relajado.
Esta relación desinteresada genera un vínculo muy particular. Es frecuente que los nietos sientan por los abuelos un amor más limpio que por los padres, cuyo afecto está contaminado por las interferencias que genera el proceso educativo. Los abuelos no tienen necesidad de transformarse en el poli malo, porque ese rol corresponde a los padres. La principal consecuencia es la confianza: el abuelo o la abuela nunca te va a fallar. De alguna manera los niños detectan que los abuelos están liberados de cualquier obligación punitiva y los perciben como un oasis de certidumbre. Para ellos, son las personas que representan la sabiduría y la estabilidad.
Lo más terrible del crimen de Huétor-Tájar es la transgresión de este orden natural. El hecho de que el terror provenga del lugar más insospechado, del último lugar en el que se podría esperar una amenaza, añade a las muertes de los dos pequeños un componente de inhumanidad difícil de asimilar. Los posibles atenuantes, como el odio cerval o una depresión devastadora, no mitigan el impacto de una noticia inconcebible.
En cierta forma, la ancianidad es una vuelta a la infancia; abuelos y nietos comparten por ello un paraíso de inocencia. Gestionan un espacio común en el que los afectos son puros. Pero para nuestro espanto, lo que ocurrió aquella madrugada en el municipio granadino demuestra que el terror puede irrumpir incluso en el único ámbito que creíamos a salvo de la maldad.
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