TRIBUNA ABIERTA
Pasión y muerte de Juan de la Cruz
Juan de la Cruz es un milagro y un misterio. Toda su vida ha sido un ir eligiendo siempre las puertas estrechas, los caminos angostos
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Llegaba Juan enfermo a Úbeda. Era a finales de septiembre. Unas fiebres y una hinchazón en el pie, tal vez por una herida mal curada, iban lacerando en secreto aquel cuerpo menudo de niño raquítico de Castilla. El trayecto hasta La Peñuela había sido especialmente ... amargo. Juan cruzaba la península ya en un camino sin retorno. A lomos de una mula, con un hábito viejo y un zurrón que contenía la Biblia, un trozo de pan duro y un pellejo de tocino, Juan iba repitiéndose los versos de las 'Canciones de la esposa' mientras atravesaba los caminos: «ni cogeré las flores, ni temeré las fieras, y pasaré por fuertes y fronteras». En el Capítulo de la Orden de junio de aquel año, Juan había salido sin cargos y voluntario para embarcarse a México. Y allá iba fray Juan por esas serrezuelas andaluzas donde pocos años después se adentraría Don Quijote: «por aquellas montañas, se le alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba». Pero él no buscaba aventuras, solo cumplir la voluntad de Dios y aceptar la soledad del exilio, la noche oscura de la incomprensión y ese pie enfermo que «solo Dios sabe por qué se habrá inflamado».
Juan sabía ya de noches oscuras. Su infancia de niño huérfano entre Arévalo y Medina. El hambre que argumenta los días y los desvelos de Catalina, su madre, por encontrar algo que llevarle a la boca. Lleva lancetas y bacinillas con vómitos biliosos y sangre turbia en el hospital de las bubas de Medina donde fue ayudante. Allí aprovecha para rezar y leer en la capilla mientras escucha los gemidos de los enfermos. «Ay, quién podrá sanarme». Decide entrar en el noviciado de los Carmelitas y toma los hábitos con el nombre de fray Juan de san Matías. Son los años del concilio de Trento. La madre Teresa pasa por Medina y Juan, fascinado por su personalidad y tras un proceso de reflexión, resuelve sumarse a la reforma inaugurando en Duruelo el primer convento de Descalzos. Aquel frailecillo menudo y huidizo se convierte en una pieza esencial de la reforma del Carmelo. Juan asume la Cruz en su nombre y en sus carnes. En Toledo sufre las penas de la cárcel conventual. Nueve meses en los que escribe las poesías del 'Cántico' sin saber que está gestando una obra definitiva que canta el amor divino con palabras humanas.
Juan de la Cruz es un milagro y un misterio. Toda su vida ha sido un ir eligiendo siempre las puertas estrechas, los caminos angostos. Por el dolor llega al Amor porque él sabe que «para enamorarse Dios de un alma no pone ojos en su grandeza, sino en la grandeza de su humildad». Juan va por España fundando conventos, asistiendo a los monjes y religiosas, confesando, dejando esos breves tesoros que son los 'Dichos de luz y amor'. A la vez, va escribiendo su obra. Y esa obra, tan asombrosamente breve, es uno de los tesoros de nuestra lengua y de nuestra historia. Sus versos son como un sagrario que guardara, breve y divino, claro y eterno, las especies de una poesía que huele y sabe a sagrado. En su poesía la aparente sencillez formal no acalla los misteriosos ríos que corren por debajo de sus versos llevando minerales secretos por galerías que solo Dios ha explorado. Su voz acaricia «la música callada, la soledad sonora» y se adentra en las espesuras del alma donde Dios aguarda con regatos de agua pura entre las manos. Juan ha vivido entre el silencio y el amor. Su espiritualidad es búsqueda, es salida, no se queda en interiores meditativos. No, él busca al Amado, oye las escondidas fuentes donde se llama a las criaturas a colmarse de «este pan de vida».
Así ha vivido hasta llegar a Úbeda a curarse de unas calenturillas que se han ido haciendo cada vez más frecuentes. No hay remedio. En la soledad de una celda, noche fría de diciembre, se consume la amorosa llama de su vida. Hay pájaros solitarios que cantan en el huerto «aunque es de noche». Juan ha pedido perdón a sus hermanos por las molestias causadas. Ha recibido la extremaunción y la bendición de ese prior que ha quedado para la historia como el hombre que hizo sufrir a un pajarillo de Dios. Con el hábito viejo del Carmelo, aquel que lo vestía en Ávila cuando hablaba con Teresa de sueños divinos y palabras de oro, ha pedido ser amortajado. Con una sonrisa se va su espíritu revoloteando entre los cirios «a cantar maitines al Cielo». Y es catorce de diciembre.
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