TRIBUNA ABIERTA
El Niño de las Teresas (Cuento de Navidad)
Aquella Nochebuena pobre del primer convento carmelita, no hubo un Jesús de madera porque ese niño abandonado fue, como el Niño Dios, de mano en mano, abrazado y arrullado por las hermanas
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Todo lo que sucedió aquella Nochebuena en la casa de la calle de las Armas, la primera que se fundó en nuestra ciudad de Sevilla, bien lo sé por Beatriz de la Madre de Dios, la santa mujer que puso sobre mis sienes el velo ... el día que tomé los hábitos. Ella, vecina de Triana y llamada en vida del mundo Beatriz Gómez y Gómez, fue la primera sevillana que profesó en la orden carmelita después de que Teresa llegara a esta tierra un caluroso mayo del año de Nuestro Señor de 1575. Mucho sufrimiento había pasado la madre fundadora en aquel tiempo. Las incomodidades del viaje, el calor prematuro de la primavera, las posadas, el bacalao seco, los bandidos, la incomprensión del propio del lugar y el carácter de los sevillanos — «todo dobleces»— hicieron que Teresa pensara tornarse a Beas sin fundar casa.
Como decía, ocurrió lo que cuento la primera Nochebuena en la calle de las Armas. Por fin tenían las hermanas licencia para decir el Oficio Divino y les habían permitido celebrar la misa, pero sin tañer la campana. Desde la primavera nuestra madre Teresa andaba atareada mandando cartas al Rey Felipe II, pidiendo licencias y haciendo cuentas para que el Glorioso San José de Sevilla tuviera casa propia hasta que apareció, llegado de las Indias, su hermano Lorenzo de Cepeda con sus tres hijos y sus vistosas ropas y abalorios que causaron la admiración de los sevillanos. Se vino la Nochebuena y las hermanas corrían buscando cómo adecentar la pequeña capilla para el Nacimiento de Nuestro Señor. María de San José, la primera priora, la letrera como la llamaba cariñosamente Teresa, se afanaba dirigiendo a las cinco monjas de la congregación para que, como ángeles, dispusieran la casa para antes de las diez,, hora en la que en la Giralda empezaran a repicar las campanas anunciando el oficio cantado. Una hermana buscaba ramas de romero con sus flores azules de diciembre, otra corría al convento de los Cartujos donde el padre Pantoja le había preparado las casullas adecuadas a la solemnidad y una hermana preparaba las gachas, las uvas pasas y el dulce de hojaldre elaborado con manteca como dicen que hacían las vecinas del Axarafe. La más nueva, Beatriz había sido encargada de buscar una talla del Niño Jesús para que fuera adorado tras la misa que oficiaría el padre Garci Álvarez, ese reverendo que hizo la obra de caridad de decir las primeras misas mientras que el Santo Oficio de la Inquisición nos vigilaba detrás la clausura. Como no había en el convento, Beatriz preguntó en el de los franciscanos y en las casas del vecindario, pero nadie tuvo a bien prestar la imagen de Dios Niño a aquellas extrañas monjas descalzas venidas de Castilla. Volvióse con las manos vacías al convento cuando ya las hermanas habían preparado una cuna con pajas y esa hierba olorosa que aquí llaman almoradux. Tan pronto la hermana portera le abrió la puerta de la casa, escuchó lo que le pareció un maullido procedente del torno. «Mala hora tenga el que haya dejado un gato en el torno» maldijo Beatriz. Al llegar al torno y girarlo encontró un niño recién nacido envuelto en pobres gasas que lloraba de frío. Beatriz corrió llamando a voces a Teresa interrumpiendo el canto de las hermanas que ensayaban en el coro mientras el padre Garci Álvarez se revestía con la casulla prestada de los Cartujos. «¡Madre, un niño Jesús!» gritaba llevándole el niño a Teresa que, en silencio, lo abrazó y lo arropó.
Aquella Nochebuena pobre del primer convento carmelita, no hubo un Jesús de madera porque ese niño abandonado fue, como el Niño Dios, de mano en mano, abrazado y arrullado por las hermanas. Hasta Teresa, tan recia, tan serenamente castellana, tuvo a bien cantarle unas coplas de su tierra, coplas de pastores que ella llamó serranillas o villancicos. ¿De dónde vino aquel regalo de Nochebuena? ¿Sería que una mujer de la vida del cercano Compás de la Mancebía, viéndose perseguida por los alguaciles, dejó al niño en el torno para protegerlo de los húmedos fríos del Guadalquivir? Nunca lo sabremos. A la mañana siguiente, el niño fue dado a Lorenzo quien lo cristianó con el nombre de Jesús del Carmelo y lo llevó consigo de vuelta a las Indias.
Décadas después, en el Carmelo del barrio de Santa Cruz, siendo ya esta que habla religiosa, pude ver la cara de Beatriz de la Madre de Dios la tarde en que llegó el escultor cordobés al que se le había encomendado una imagen, a tamaño natural, de Nuestro Señor recién nacido para adorarlo en tiempo de Navidad. Cuando retiró las telas que la envolvían, vimos la talla de un Divino Niño, tan hermoso, que parecía de verdad, que tiritaba de frío. La cara de emoción de la madre Beatriz nos hizo creer en los milagros de Navidad. A Beatriz parecíale que el niño tenía la mirada, el calor, y hasta el olor de aquel niño al que las monjas cuidaron la única Nochebuena que pasó nuestra madre Teresa en Sevilla. «Tiene la misma cara», repetía la anciana monja. Beatriz se abrazaba al Niño, y cantaba canciones castellanas, de pastores, de aldeanas, a los que unos ángeles anunciaban, en plena noche, el nacimiento del Salvador. Y allí nos contó esta historia.
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