tribuna abierta
José de la Tomasa: la voz de la calle Ciego
Desde que era chavea se sabía esa seguiriya que lleva por dentro un cuarterón de su sangre de Torre de Jerez y ya sabía lo importante que era «saber (d)istinguir»
![José de la Tomasa: la voz de la calle Ciego](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/opinion/2023/09/14/jose-tomasa-RsJGz3hAzHr7TYpMCQArs7L-1200x840@abc.jpg)
Desde el corral del Moro a la casa de la puerta de cristales iba aquel niño misterioso al que llamaban Caudi persiguiendo el vuelo de los zapateros y mascando pan de higo para engañar al hambre. Era pobre, mucho, pero tenía por dentro el tesoro ... de la voz dando vueltas por su sangre. Iba por la antigua calle Ciego observándolo todo, interiorizándolo todo con sensibilidad de científico, sin saber aún que su voz bíblica estaba destinada a hacer milagros, e iba a abrir puertas misteriosas y a dar luz de oro en la negrura de la vida. Aquel niño no había necesitado leer en los libros de Baltasar Gracián aquel proverbio de «saber escuchar a quien sabe», pero había escuchado a los viejos de su casta que se sabían todas las costuras del cante. Desde que era chavea se sabía esa seguiriya que lleva por dentro un cuarterón de su sangre de Torre de Jerez y ya sabía lo importante que era «saber (d)istinguir». De su madre, Tomasa, que también vio la luz en la calle Ciego 40, le viene esa inclinación por la pureza. De aquella gitana que cantaba con voz de miel se cuenta que iba por la Alameda, siendo niña, y si escuchaba el sonido del cante en la Europa se quedaba horas agarrada a la reja escuchando los enigmáticos sones de Tomás Pavón o el jerezano ritmo de su prima La Moreno. Por eso este niño, el Caudi, sabía muy bien a dónde se arrimaba, sabía distinguir donde estaban las voces y donde los ecos, donde el oro y donde la purpurina. Su padre, Manuel, tenía en la voz la claridad de las redes recién sacadas del agua, y toda la gracia de la Alameda en la forma de decir los cantes. Canela en rama. José de la Tomasa es, como aquello de Silverio que decía Lorca, un injerto de luz italiana en las penumbras de lo flamenco. De ahí ese equilibrio de voz, siempre fresca, siempre nueva, siempre personal construyendo catedrales fugaces cada vez que canta. Recuerdo haberlo visto muchas veces, siendo yo niño, silencioso y sombrío en la Barqueta, con la caña de pescar echada y la boya esperando la picada de esos barbos de bronce que pescaban su abuelo Pepe y Tomás Pavón mientras hablaban de los cantes antiguos. Siempre he imaginado que, en aquellas mañanas de rotundos azules, José echaba los anzuelos de la inspiración para pescar sus letras en el silencio del río. Esas letras que son poesía pura, sin contaminaciones culturales, poesía desnuda como soñaba Juan Ramón Jiménez: «Yo tengo el alma de un barco / al que le faltan las velas / y nunca del puerto salgo». Ahora que tanto se habla de la inteligencia artificial, José tiene todo lo contrario, una inteligencia natural, una inteligencia innata que sale como las bocas de los manantiales y le florece en la conversación, en esas sentencias de brujo milenario con las que acaba las frases. Lo veo a veces caminando, inconfundible, con ese corpachón de torre antigua y ese modo de mirar de lejos, como de hechicero que sabe interpretar las señales del cielo. José es un árbol grande al que por dentro le corre una savia verde que va alimentando la flor de sus cantes desde unas raíces oscuras, profundas, pero que están vivas y seguirán vivas mientras el árbol siga cobijando hojas y nidos (¿verdad, Manuel?). Sabe bien que la dignidad es un tesoro intocable y por eso ha permanecido fiel a sus conceptos del arte. Pero su fidelidad al cante no ha consistido en dejarlo estancado, muerto. No, José ha ido ampliando sus estilos sin perder, flamencamente, su centro. Canta, y de nota, por granaínas, malagueñas o tarantos, e incluso hace su versión de la vidalita, pero su centro, como el centro ardiente de los planetas, está en la soleá y en la seguiriya. Ahí José cierra los ojos y, en un mágico conjuro, empiezan a desfilar por su garganta las voces antiguas, voces de antepasados que se renuevan en su cante siempre inspirado y genial. Dicen que no hay más ciego que el que no quiere ver, y si no vemos que el artista flamenco más importante que nos queda en Sevilla, y más allá de Sevilla, es el que nació en la calle Ciego, es que lo estamos de verdad. Conserva las facultades y guarda esa sabiduría entre gitana y grecorromana que le da una consistencia de mármol de Itálica a todo lo que dice. Otro vecino de la Alameda, Gustavo Adolfo Bécquer, vio a los gitanos (¿sabremos algún día sus nombres?) cantando «sin acompañamiento de guitarras, graves y extasiados como sacerdotes de un culto abolido». José de la Tomas es hoy el sumo sacerdote, la voz que nos conecta con el misterio, la que conserva las verdades del cante. Hay que escucharlo y aprender de la liturgia de su voz como quien lee en un libro sagrado. Nació en un corral de vecinos. En la misma calle donde nacieron los míos en una casa con puertas de cristales. Yo recuerdo cómo a mi abuela, a mis tíos, se les empañaba la mirada en cuanto lo escuchaban templarse para cantar por saetas. Y a mí me pasa lo mismo. Y no sé explicar por qué.
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