tribuna abierta
Raros y antimodernos
Más cercanos a nuestro tiempo, el ideal antimoderno lo encarnan autores como Nicolás Gómez Dávila –«El cristiano moderno no pide que Dios lo perdone, sino que admita que el pecado no existe»– o la soledad castellana y sentenciosa de José Jiménez Lozano
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En esa colección de maravillosas miniaturas que son los 'Glosarios' de Eugenio D' Ors no sale del todo bien parado León Bloy, de quien se dice, despectivamente, que es un profeta con «toda la gesticulación de un profeta». Para el autor de 'El católico errante', ... Bloy es un mendigo de los que claman piedad enseñando las llagas y «amenazan encima». En otro breve llega a negársele incluso la condición de escritor católico –«le falta el sentido de la comunión al faltarle el de comunidad»– a la par que se le tributan piropos como el de ser un anarquista refractario o de mantener una actitud de 'incivilidad antagónica'. La Feria del Libro Antiguo de Sevilla me ha dejado un bello ejemplar de 'Los raros' de Rubén Darío. Con mejor suerte, se dedican allí unas célebres páginas al 'Mendigo ingrato' en quien Rubén ve, ahora elogiosamente, un profeta, un león que ruge en el vacío, un loco que clama «con una voz tan tremenda y tan sonora que se hace oír como un clarín de la Biblia».
No fue fácil la vida de León Bloy, la lectura de sus diarios nos hace conocer la sucesión de calamidades que fue su historia y cómo su temperamento insobornable y agresivo lo fue relegando a ese papel de ogro de las cavernas que clama contra la deriva burguesa de una sociedad que olvida sus orígenes. Acogiéndose al amparo de San Jerónimo, Bloy escribe su enfurecida 'Exégesis de lugares comunes' para combatir las frases hechas, los latiguillos de una burguesía que se distancia de Dios y de la facultad de pensar. Bloy malvivió de casa en casa, expulsado por sus caseros, dando sablazos para pagar el carbón y las rentas, zahiriendo a aquellos que le reclamaban el pago de medicinas o alimentos. Su historia está en las antípodas de los salones de París, de las frases musicales y los círculos de las condesas donde vivió Marcel Proust, de quien ahora celebramos centenario. No tiene nada que ver el bronco lamento de Bloy con la introspección esteticista de Proust. Bloy es uno de los raros, de esos poetas o profetas –«Profetizar o poetizar, unum est idem» dice Joubert– que consultan el rumbo de los vientos, los sonidos de la naturaleza y anuncian el diluvio que ha de arrasar una sociedad que va licuando su identidad y su tradición.
La nómina de raros y antimodernos es selecta, exigua pero brillante, y ahí se encuentran –en un tono u otro– Joseph de Maistre, Chesterton o nuestro Marcelino Menéndez y Pelayo, a quien, por cierto, Rubén dedica unas páginas preciosas en su 'Autobiografía'. De Don Marcelino escuché decir a mi llorado Aquilino Duque –otro antimoderno– que leía su 'Historia de los heterodoxos' con idéntico placer con el que leía a Cervantes. Más cercanos a nuestro tiempo, el ideal antimoderno lo encarnan autores como Nicolás Gómez Dávila –«El cristiano moderno no pide que Dios lo perdone, sino que admita que el pecado no existe»– o la soledad castellana y sentenciosa de José Jiménez Lozano. La lectura de los diferentes tomos de dietarios del maestro de Langa –con sus recurrentes citas a Kierkegaard, Dostoievski o Simone Weil– es uno de los breves grandes placeres a los que un lector culto no debe renunciar.
Armando Pego es el último de estos raros, de estos filósofos antimodernos que ponen las marcas en las paredes para indicar hasta donde pueden llegar las aguas si nos confiamos. Si el refectorio es ese espacio donde los monjes almuerzan en silencio escuchando pasajes de un texto sagrado, llevando su último libro, 'Poética del monasterio', a la mesa del desayuno me he sentido como esos monjes que escuchan palabras santas mientras se alimentan. Pego tiene la valentía de advertirnos, en las páginas iniciales, que un escritor cristiano tiene que acercarse al escritorio como quien va al coro: «Revestido de la cogulla de un antiguo oficio litúrgico y sacramental». La sociedad que ha firmado el certificado de defunción de Dios, se propone ahora, según Armando Pego, liquidar todo lo que suponga un modelo de autoridad moral, espiritual o intelectual. Las figuras del padre, el maestro y el monje entran en profunda crisis ante una sociedad que se ha cansado de mirar hacia arriba y no admite más ley que la que marque la inmediatez de los plebiscitos digitales. En la medida en que hemos olvidado una grandiosa tradición cultural, concluye el autor, vamos disolviendo nuestra esperanza como sociedad. Recordar, leer, glosar a los clásicos nos ayuda a construir una comunidad humana más libre y verdadera. Los raros, los incómodos, los profetas desde Bloy a Armando Pego, al fin y al cabo no son más que apóstoles de la esperanza. Volvamos a la celda.
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