tribuna abierta
Contra las postales de Sevilla
Antes de que existieran las postales, quien quería un recuerdo en imágenes de la ciudad podía comprar directamente fotografías en los estudios que ya existían en la Sevilla del siglo XIX
![Contra las postales de Sevilla](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/opinion/2023/10/06/ImagenEMILIO_BEAUCHY,_Caf_cantante,_hacia_1885,_copia_a_la_albmina-ReD6IybFbYjzt4MxGLPvWhN-1200x840@abc.jpg)
Rescato una imagen que, aunque cada vez más rara, sigue viéndose en algunas tabernas de la ciudad: el encargado se limpia las manos en el delantal, saca la tiza y ajusta las cuentas en la barra para decir al cliente qué es lo que se ... debe. Como ese encargado, yo querría, número a número y factura tras factura, hacer cálculos y ver cómo está la columna del debe y del haber entre dos realidades que enfrento en estas líneas: la ciudad de Sevilla y sus tarjetas postales. No sé quién le debe más a quién, pero me parece que es hora de ajustar cuentas y hacer vidas separadas.
Desde que comienzan a circular en el último cuarto del siglo XIX, las tarjetas postales nos publicitaron como ciudad, sirvieron para que, más allá de los sevillanos, otros conocieran cómo eran los Alcázares o la Torre del Oro. En su cara escrita, la postal consolidaba la comunicación no confidencial en un mensaje corto y amable (me alegra saludarte, con afecto, siempre tuya). En su otra cara, la ilustrada, la tarjeta postal difundía imágenes tenidas por significativas de un lugar del mundo. Gente que no tenía aún un retrato de sí mismo o de sus padres guardaba quizá una postal de la Giralda o de una gitana bailando en una cueva granadina.
Antes de que existieran las postales, quien quería un recuerdo en imágenes de la ciudad podía comprar directamente fotografías en los estudios que ya existían en la Sevilla del siglo XIX. Algunas de esas fotos terminaban inspirando cuadros que hoy siguen vendiéndose bajo el título de «escenas hispalenses». La foto se convertía en postal y la postal en cuadro. Veamos un ejemplo entre muchos: la foto titulada Café cantante del sevillano Emilio Beauchy (1847-1928). A todos nos es familiar: una decena de hombres abajo del escenario bebiendo vino; arriba, una docena de mujeres palmeras, con moños, mantones y algún gesto de baile; ellos y ellas mirando a la cámara. Esta foto se reproduce fielmente en el cuadro del mismo título del pintor madrileño José Gutiérrez Solana (1886-1945). Solo cambia, que no es poco, la luz: el blanco y negro quemado de la postal costumbrista se hace sombría sordidez en el óleo de Solana.
Lo que pasó después fue seguramente el primer caso de turistificación de la ciudad, el inicio de un proceso del que no hemos salido. Igual que la pintura replicó la postal, la realidad empezó a querer parecerse a esa parte pintoresca de sí misma que salía en las tarjetas. La postal contribuyó a edificar la imagen que Sevilla tenía y Sevilla se esforzó por dar a los visitantes cuanto querían, se sugestionó con la postal que la representaba, se empeñó en parecerse a ella, viró hacia su arquetipo. Nos creímos graciosos y flamencos, no nos movimos de la sombra de la Giralda. Las postales estrechaban nuestra identidad pero nos hacían una efectiva y rentable propaganda. ¿Sale la cuenta a favor o en contra de ellas?
Sigamos ajustando cuentas. Las postales se custodian hoy como elementos de documentación sobre el urbanismo, la ropa y el folclore de otro tiempo. Con ellas reconstruimos edificios que no existen, vestimentas, peinados. Pero más allá de eso, la tarjeta postal ha quedado anticuada. Los turistas que buscaban comprar una buena foto para decir «yo estuve aquí» usan hoy los selfis y las redes sociales. ¿Son rentables actualmente los tornos de postales puestas a la venta?
El gran pionero de la fotografía Joseph Niépce traducía la propia etimología de la palabra 'fotografía' para definirla: la fotografía es «la escritura de la luz». Hoy las postales, puestas a la venta en tiendas de souvenir dentro de tornos, son el borrado de la luz. En las aceras, capitalizan el espacio junto a otros elementos feos como el panel móvil que anuncia paellas fluorescentes. Las postales no nos dejan ver las fachadas de los edificios, son arquitectura efímera que obstaculiza, abarata y estropea el paisaje visual de la ciudad. El suyo es el torno profano y simplón, que rivaliza mal con el mejor torno sevillano: el conventual, con su atractivo de enigma y voz sin cara.
Ahora que la fotografía ha alcanzado un nivel de cotidianidad y accesibilidad máxima, hay que replantearse el sentido de conceder espacio público a estas fotografías impresas que ya no interesan tanto. Nos dieron visitantes, nos dieron una imagen que, mal que bien, hemos explotado. Hemos pagado lo que le debíamos, toca cerrar la relación, decir a las postales «vayan ustedes con Dios» y salir a la calle para pisar aceras donde no nos topemos con ellas y con mil chirimbolos más.
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