TRIBUNA ABIERTA
La canción más sevillana de todas
Los álamos de Sevilla son los que dieron curso a la Alameda de Hércules, son los que bajan las temperaturas en nuestras calles, los álamos blancos de la Europa cálida, que crecen junto al agua
Sé que es lo que toca: que los Grammy latinos que se van a celebrar en Sevilla en el mes de noviembre se inicien con un espectáculo de luces y coreografía para que una estrella muy profesional abra la ceremonia. Es probable que se haya ... incluido también un cantaor y un número flamenco como loa del arte andaluz. Yo escribo estas líneas por si alguien, durante esa tarde y en medio de ese brillo, en el silencioso respetuoso del público en el auditorio o en la intimidad dormilona de su casa, quiere recordar la canción más sevillana de todas las que se han escrito jamás: «De los álamos vengo, madre, / de ver cómo los menea el aire. / De los álamos de Sevilla, / de ver a mi linda amiga».
«De los álamos vengo, madre» es la melodía más hipnótica y la letra de mayor habilidad que se ha escrito en la música española. En cuatro versos, ese texto dice mucho más de lo que dice. Toda la letra cantada es la respuesta a una pregunta escondida que no aparece pero adivinamos: «¿De dónde vienes, hijo?». Y quien contesta es un muchacho, que excusa una llegada en tardanza y apela a quien inquiere, a la madre confidente (que es ese vocativo «madre» y no «mamá», porque llamar mamás a las mamás es cosa moderna, del siglo XVIII). Quien se justifica no viene de Sevilla de ver el río ni el perfil de la Giralda; regresa tras haber contemplado junto a su linda amiga los álamos, los árboles que, siendo más altos que los naranjos, han quedado tapados hoy por el tópico olor del azahar de nuestra ciudad.
Los álamos de Sevilla son los que dieron curso a la Alameda de Hércules, son los que bajan las temperaturas en nuestras calles, los álamos blancos de la Europa cálida, que crecen junto al agua. Pero eso lo sabemos nosotros, que hemos aprendido con la botánica qué especies son propias de aquí y cuáles no. Quien escribió esta letra en el siglo XVI no advertía la sevillanía de la especie pero sí conocía el color blanco de tiza rozada de sus hojas, confeti bicolor, y reconocía el rumor de esas hojas cuando las menea el aire: un sonido débil para ser un himno, demasiado prudente para compararse al sonido del agua que cae en la fuente, demasiado crujiente para evocar ternura; el sonido de la lluvia previo a la lluvia. No son estos los álamos dorados del Duero tras las murallas viejas de Soria que decía Antonio Machado que había vuelto a ver; estos son los pobladores de las riberas soleadas del Guadalquivir, son nuestros álamos blancos, es nuestro aire el que menea las ramas en otro feliz hallazgo de vocabulario: no se canta «cómo los mueve el aire» sino cómo los «menea», el verbo tradicional y arraigado en español.
La pieza es sevillana no solo por nombrar a Sevilla sino porque la versión polifónica que dio fama a esta melodía popular la compuso un pacense en nuestra ciudad: Juan Vásquez, al servicio de varios mecenas sevillanos, que incluye esta pieza en su recopilación de sonetos y villancicos de 1560. La más conocida de sus composiciones es esta «De los álamos vengo, madre» de letra anónima, escrita a cuatro voces, que gozó de tanta fama que Miguel de Fuenllana ya la había recogido seis años antes transcrita para vihuela y voz en esa ingente colección de música para vihuela publicada en Sevilla que se tituló Orphénica Lyra. En la joya discreta e internacional que es el Festival de Música Antigua de Sevilla, hemos podido escuchar varias veces esta melodía centenaria.
¿Cómo puede tener ese aire de humildad una canción que es soberbia de principio a fin? Puedo sentir todo lo carnal que se sugiere a través de esa melodía serena, la evocación de la tarde que cae y del joven que regresa a casa tras haber descubierto la vida. Soy capaz de saber que cuatro siglos después de haber sido creada, esta canción también apela a los recuerdos de mi juventud, a la vuelta a casa por las tardes y a los árboles que yo vi menearse: el álamo frente a la Casa de las Sirenas, con su corteza entre blanca y plata y los granos de su tronco como de ojo clavado; los álamos del foso de la antigua Fábrica de Tabacos que me saludaban cuando con 17 años empecé a estudiar en la Universidad de Sevilla; los álamos del Parque de María Luisa detrás del Museo Arqueológico. Que la canción sea vieja no la hace menos actual para mí. Son mis álamos y su meneo de ramas y hojas, la música de mi propia vida, la que nunca será galardonada en los glamurosos Grammy latinos, ni falta que hace.