TRIBUNA ABIERTA
Por los siglos del cante
Sería el 25 de abril de 1869 y en el semanario ilustrado 'El Museo Universal' cuando Bécquer daría a la imprenta su más precioso artículo, 'La feria de Sevilla', en cuyo párrafo final aparecía, entre sombras, «lo hondo» del cante
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Hace poco más de siglo y medio, en 1869, aparecía por vez primera el concepto de «hondura» aplicado al cante. Lo hacía tímidamente, con la hache muda de una guitarra sin cuerdas, sin el quejío de la jota que cristalizaría en los sonidos negros del ' ... Poema del Cante Jondo' lorquiano, por la misma razón que se escribía entonces en los periódicos «huelga» y no «juerga».
Si en 1847 aparecía por primera vez el término «flamenco» en la gacetilla del diario 'El Espectador' de Madrid («Hace pocos días que ha llegado a esta Corte el célebre cantante del género gitano Lázaro Quintana»); si en 1842 y en el álbum de 'El Imparcial' de Barcelona Estébanez Calderón nos ofrecía la primera relación de 'Un baile en Triana' («en tanto, hallándome en Sevilla, y habiéndoseme encarecido sobremanera la destreza de ciertos cantadores y la habilidad de unas bailadoras, dispuse asistir a una de estas fiestas»), sería el 25 de abril de 1869 y en el semanario ilustrado 'El Museo Universal' cuando Gustavo Adolfo Bécquer daría a la imprenta su más precioso artículo, 'La feria de Sevilla', en cuyo párrafo final aparecía, entre sombras, «lo hondo» del cante: «Es la hora en que el peso de la noche cae como una losa de plomo y rinde a los más inquietos e infatigables. Sólo allá, lejos, se oye el ruido lento y acompasado de las palmas y una voz quejumbrosa y doliente que entona las seguidillas del Fillo. Es un grupo de gente flamenca y de pura raza que alrededor de una mesa coja y de un jarro vacío cantan lo hondo sin acompañamiento de guitarra, graves y extasiados como sacerdotes de un culto abolido, que se reúnen en el silencio de la noche a recordar las glorias de otros días y a cantar llorando como los judíos sobre los ríos de Babilonia».
«Lo hondo sin acompañamiento de guitarra». De la sentencia se infiere que la jondura, canto puro de los «guillabaores» de Triana o la Alameda sin séquito de cuerdas, era ya conocida. Pero correspondía a Bécquer, padre de la poesía moderna, dar carta literaria al cante. Con Bécquer arranca el acorde donde se funden lo popular y lo culto de cuyo limo armónico surgirá la Generación del 27.
Hay, sin embargo, una aparición anterior de este término. Un 25 de abril, la misma fecha, pero de 1862, lo encontramos en el periódico de Madrid 'El Contemporáneo', donde por entonces escribía, curiosamente, nuestro Gustavo Adolfo. Será, curiosamente también, en otro reportaje sobre la Feria de Abril: «No es posible dar una idea a los que no le han oído de lo que son estos cantos (…) sin acompañamiento de guitarra y no descendiendo a las soledades y seguidillas, ni dignándose siquiera entonar el polo, sino limitándose a las livianas y tonadas, y todo lo que se conoce bajo la denominación de lo hondo». Creemos, pero es otra historia y la hemos contado en otra parte, que este anónimo becqueriano no sustrae el honor del primer uso de «lo hondo» a Gustavo Adolfo Bécquer, pero este pasaje es más documental y no posee el sortilegio lírico de esos «sacerdotes de un culto abolido, que se reúnen en el silencio de la noche».
La feria acontecía entonces a espaldas del Alcázar, junto a la tapia que da hoy a los Jardines de Murillo. Acaso esto explique el encantamiento, «por los siglos del cante», de la otra noche en la Bienal, cuando los sacripantes gitanos saltaron las murallas y los siglos y se aparecieron de profundis en el Patio de la Montería a «recordar las glorias de otros días».
El primero en manifestarse fue Calixto Sánchez, corona de blanca luna, entonando remotos pregones que hicieron surgir una bandada de niños fantasmagóricos, los niños que Sevilla ya no tiene, buscando por Murillo los dineros de las madres para adquirir el fruto barato, la dádiva dulce del piñón o la mora, que da la inmortalidad a quien la prueba.
Sobre el balcón del Rey asomóse enseguida un monarca de la Alameda, José de la Tomasa, y brilló en el Patio de la Montería, donde el casco es más sonoro, el relámpago de la fragua, el carbón encendido de Triana con el fuego y el fuelle de los Cagancho y la estela fosfórica de Tomás Pavón. Y luego, como un médium, Juanito Villar entraría en trance y sobre su cuerpo viejo y menudo el cante lucharía por la posesión del espíritu hasta asfixiarlo de gozo. Junto a él, el Nano de Jerez traía de la ciudad de los gitanos la bulería dorada del duende, la gracia paulina del compás y el fulgor dorado de la soleá para cantar. De esta congregación de espíritus, alta ya la noche como la marea, emergió de las sombras la farruca de Marcelo Sousa, que era Don Antonio Chacón del otro mundo, tenor del cante, a inyectarnos tristeza y belleza al mismo tiempo.
Entre los arrayanes, cuando la gran luna llena se cernía sobre los palacios de Pedro el Primero, nos pareció ver, tras de las sombras por bulerías de Antonio Machado en la garganta de Calixto, una sombra romántica que huía por los jardines (¿es Bécquer?). Y una pregunta tremolaba en el aire, ¿habíamos escuchado esta noche las voces de otro siglo, al otro lado de la muralla, allá en la feria del XIX, o habían sido estas voces, las de esta misma noche de bienal melancolía, las voces espectrales que un día escuchara Bécquer venir desde el futuro, desde los ríos de Babilonia a las márgenes tristes pero alegres del Guadalquivir?
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