TRIBUNA ABIERTA
Romero Murube en el alcázar de la poesía
Con Cernuda, con Villalón, con el azaroso Aleixandre, Joaquín Romero Murube es el cuarto poeta sevillano del 27, y quien mantuvo encendida la llama de aquella generación de oro en los cuartos oscuros de un Alcázar en sombra de posguerra
![Joaquín Romero Murube](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/opinion/2024/10/24/murube-RO6k6Sutkn6SSK7qKa7Be7I-1200x840@diario_abc.jpg)
Como el esquivo pasadizo de la Alcazaba, en Santa Cruz, donde una guitarra llora «la canción de la tierra» bajo la firma cerámica de su «amante andaluz» que da nombre a la calle que él mismo abriera -Joaquín Romero Murube-, los versos y la prosa ... de aquel sultán del Alcázar, hechos de vagas evanescencias e iridiscentes divagaciones, parecen escurrírsenos como se desvanece el agua del estanque entre los dedos o como la luz suprema de la silenciosa cal nos vuela de los ojos, dejando en el espíritu una reverberación, inasible trasunto de la gracia que él hubiera acogido como único presente de aquel rey mago de la ciudad que fuera José María Izquierdo.
Recóndita armonía, la poesía de Joaquín es un jardín secreto, pero no escondido, con la cancela cubierta de verdina, pero abierta para todos, donde crece el arrayán y mueren los jazmines bajo la «sombra apasionada» de los limoneros; como una calle clara y recta de San Lorenzo, paralela al río, apenas transitada, pero que no olvida su nombre por la que no discurre nunca «la mentira»; como la alta esquila que, «lejos y en la mano», hace temblar la vieja espadaña y es el alma de bronce de algún «cielo perdido»; como la plaza de un «pueblo lejano», muy lejano, surcado por las voces de cristal de los niños que aún juegan al toro en las esquinas de acero.
Con Cernuda, con Villalón, con el azaroso Aleixandre, Joaquín Romero Murube es el cuarto poeta sevillano del 27, y quien mantuvo encendida la llama de aquella generación de oro en los cuartos oscuros de un Alcázar en sombra de posguerra. Pero yo creo, sin embargo, que Romero Murube fue siempre más poeta en la prosa que en el verso, aun cuando en su poesía en verso hay momentos altísimos. Consciente de sus recursos expresivos no quiso aventurarse por los caminos que había alumbrado Federico García Lorca con la surrealista y existencial antorcha de la estatua de la libertad. Emir de la Alhambra el uno y sultán del Alcázar el otro, compartían un tronco común de dos raíces distintas (oscura y dionisíaca la de Lorca, clara y apolínea la de Joaquín).
La poesía de Romero Murube pertenece, en la feliz expresión del siempre llorado Fernando Ortiz, a la estirpe de Bécquer, la de la mejor tradición poética sevillana, quiero decir española, que, atravesando un barroco de suntuosas postrimerías y un renacimiento de claros resplandores ultramarinos, entronca con la poesía clásica de Grecia y de Roma y, que con un mágico y villalonesco toque de varita, podríamos remontar hasta la Árgonida atlante.
La prosa de nuestro poeta no es poesía en prosa, sino una melodía infinita que fuera la canción de la luz de la ciudad. Toma prestado su dinamismo de la arábiga silueta de Juan Ramón Jiménez, a quien debe su ligereza, su ausencia de retórica. La escritura taraceada de Gabriel Miró y la puntillista de Azorín le concedieron también esa pulsión inconfundible, esa aproximación sucesiva a un enigma que nunca se llega a elucidar. Alejado por temperamento de las modas poéticas que se imponen tras la Guerra Civil es comprensible que, tras la publicación de 'Tierra y Canción' en el 48, abandonara el verso, nunca la poesía, pues, con la excepción ebria de Claudio Rodríguez, eran los años de la olvidable poesía social.
Como comprensible o predecible era que aquel cantor elegíaco volviera como las ánades de las marismas a visitar las azoteas de su 'Pueblo lejano', cuya profundidad de campo es en ciertos aspectos más honda que la de un Ocnos o un Platero. Se ha señalado el carácter proustiano o evocador de esta obra a la que Romero Murube incorpora una visión más naturalista de las cosas del campo, sin llegar a ser cruda, pero que hace al libro más verosímil, es decir, más verdadero.
Si en palabras de Miguel García-Posada la obra de Romero Murube «ha resistido hasta ahora los sagaces venenos del olvido que Sevilla sabe administrar en dosis magistrales» es porque construyó una Sevilla ideal, no idealizada, y es importante hacer énfasis en este agudísimo filo de la navaja por donde se despeña siempre la inflada levadura de sus más castizos emuladores. Si Juan Ramón Jiménez fue el andaluz universal y Lorca el «cárdeno granadí», ¿pudo ser Joaquín Romero Murube el poeta de una Sevilla universal? No existe una respuesta para el dilema de Sevilla como tema literario, que la ciudad goza y padece a partes iguales.
A lo largo de estas líneas he mencionado entre comillas los títulos principales de Joaquín Romero Murube, salvo uno, el que llevaba siempre «en los labios», esa teoría inefable de la ciudad basada en la luz y que, como toda la luz, se le escapaba de las manos, porque es imposible retenerla, esa Sevilla que a estas alturas del siglo ya no existe, si acaso alguna vez existió, pero que es el personaje único de su literatura. Mientras las hordas de destrucción turística no arrasen la ciudad real, la ciudad ideal de Joaquín Romero Murube seguirá siendo su trasunto fiel en el cielo agiraldado de la literatura y, cuando acaso desaparezca en la tierra, aún perdurará en los labios de quienes la amamos tanto como él nos enseñó a amarla en verso y prosa, porque tal vez, y como dijo en ese libro único que es 'Sevilla en los labios', «la ciudad no sea sino esta arquitectura de imprecisiones en el alma».
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