TRIBUNA ABIERTA
Jane Austen y las mujeres que escriben
Fue la pionera de esa clase de convicción por la cual muchas mujeres han seguido escribiendo, esperando su oportunidad y luchando por lograrla
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Su familia la presentó como una dama tranquila y hacendosa, una señora educada, cumplidora de sus deberes domésticos y familiares, que escribía a ratos. Pero este retrato duró solamente el paréntesis victoriano durante el que sus novelas apenas se leían. Tuvo que llegar el siglo ... XX para que críticos y lectores repararan en que aquello era un relato imaginario. Ni tacitas, ni tés, ni caza, ni runrún de sedas. Jane Austen escribe en tiempo real y, lejos de seguir la corriente literaria de la época, daba un golpe en la mesa de la gentry para desvelarnos que las mujeres estaban tristemente destinadas a ser dependientes de algo o de alguien. De los hermanos, de los padres, de los maridos, de un pariente varón en suma. Con su observación agudísima de una verdad que ella misma vivió en primera persona, con un talento precoz que se empieza a mostrar en la adolescencia, con su imaginación que teje tramas únicas, y con paciencia, mucha paciencia, Jane Austen fue escribiendo una a una sus novelas. Y de ese modo se colocó en la cima de la gran literatura, no literatura para mujeres ni de mujeres, sino literatura con mayúsculas, la intemporal, la imperecedera, la buena.
Jane vivió pocos años, es cierto, porque había nacido en 1775 en la rectoría de Steventon donde su padre era pastor y murió en la cercana ciudad de Winchester en 1817, cuando estaba en su plenitud creadora y solo tenía cuarenta y un años. Desde 1811 sus libros habían comenzado a publicarse y en poco tiempo aparecieron cuatro. Es verdad que algunos llevaban escritos casi veinte años, pero ella era de naturaleza optimista y lejos de considerarse fracasada se dedicó a revisarlos y a mejorarlos. Fue un camino tan largo que debió sentir una especialísima felicidad al ver los volúmenes impresos y saber que la gente, no solo sus amigas, sus vecinos y familiares, leía sus historias. Entre 1811 y 1815 publicó Sentido y sensibilidad, Orgullo y prejuicio, Mansfield Park y Emma. Después de morir aparecieron La abadía de Northanger y Persuasión. Todas ellas disfrutan hoy de un público entusiasta. La austen-manía es un hecho contrastado.
Fueron su perseverancia y su fe en sí misma los motores definitivos para que esos libros salieran a la luz, porque los editores, incluso el prestigioso Murray, estuvieron ciegos a su talento y los críticos pasaron de largo, algo que no es nuevo en la historia de la literatura aunque siempre resulta llamativo y nos hace pensar en cuánto talento desaprovechado puede haber por ahí. En esos tiempos había otras mujeres que escribían y algunas de ellas publicaban con éxito esas novelas que estaban tan de moda y que gustaban a rabiar a las jovencitas. Novelas plagadas de castillos oscuros, damas en peligro, caballeros valientes y hazañas imposibles. Frente a eso, la naturalidad realista de Jane Austen parecía tener poco que hacer. Cuando un escritor no se aviene a seguir lo establecido puede encontrarse con esta clase de sorpresas: no hay quien lo publique. Pero, como ella misma expresó, ese era su camino y por ahí transitaría publicara o no. Fue la pionera de esa clase de convicción por la cual muchas mujeres han seguido escribiendo, esperando su oportunidad y luchando por lograrla. No hay un día en que no descubra a una autora nueva que alguna editorial tiene la intuición extrañísima de publicar después de sacarla del cajón de los objetos perdidos. Con Jane Austen podría haber sucedido lo mismo, algo que sería terrible para la literatura y para todos nosotros. Bastante triste resulta que se hayan destruido casi todas sus cartas. De un total de dos mil se conservan ciento sesenta. Su estilo epistolar es delicioso. Mil y un asuntos cotidianos desfilan por sus páginas, de letra cuidadísima y elegante. Y así podemos asomarnos a su vida, a su familia y a todos aquellos acontecimientos que, quizá, la inspiraron en cierto modo y se unieron a su impetuosa imaginación a la hora de dar forma a una historia.
Quienes ahora disfrutamos con las maniobras casamenteras de la señora Bennet, con la ingeniosa conducta de Emma Woodhouse, con los asuntos ridículos del señor Collins o con la amabilidad elegante del señor Knightley, tendríamos que ser conscientes de las dificultades de su autora para perseverar en su escritura y para lograr que llegara a nosotros, los lectores. Sin ese afán y esa conciencia íntima del valor de su propio trabajo nunca hubiéramos conocido a Catherine Morland, ni a Frederick Wenworth ni, por supuesto, al señor Darcy. Y esto sí que hubiera sido una desgracia.
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