SIN ACRITUD
Reírnos de nosotros mismos
Hemos dejado que nos ganen la partida los acomplejados, tarados mentales de la política y las redes que tienen más influencia que las personas inteligentes
La incorrección política era una bendición. Era. Porque nos la hemos cargado. Antes podíamos llamar calvo al calvo, cojo al cojo, mariquita al mariquita, cabeza al cabezón (ahí cataba un servidor), negro al negro y tartaja al tartaja. Si el negro, el calvo, el ... cojo o el mariquita en cuestión era persona inteligente y afable, se reía. Y buscaba algún rasgo –todos lo tenemos, bien físico, bien psíquico– por el que reírse de ti. Que en realidad era reírse contigo. Incluso más allá del humor, hasta los insultos más graves, según cómo se dijeran, podían ser en realidad una muestra de afecto. O de admiración. Un «qué cabrón» después de un golazo por la escuadra podía ser la mayor muestra de idolatría posible. Pero vivimos tiempos de pobreza intelectual. Miseria azuzada por políticos y líderes de opinión mediocres, habitualmente de izquierdas. De esa izquierda radical que no se cansa de dar lecciones de buenismo. A eso añádale usted lo peor de las redes sociales y ya tiene una bola imparable. Nos han puesto una mordaza en la boca. Hemos dejado que nos la pongan. Hemos dejado de reírnos de nosotros mismos, que es un ejercicio sanísimo. Todo es una ofensa. Los cansinos y acomplejados nos han ganado la partida. Hoy día sería imposible disfrutar de personajes de ficción míticos como Michael Scott en 'The Office' o Mauricio Colmenero en 'Aída'. Imposible.
El debate sobre los límites del humor es complejo. Y profundo. Los límites los pone cada cual donde quiere y todos los listones son muy respetables. Habitualmente, a mayor inteligencia, más sentido del humor. Más carrete, que se dice en mi tierra. Ocurre que esa serie de tarados mentales, amargados y acomplejados, llevan el rencor en su ADN. Y han logrado politizar absolutamente todo. Por increíble que parezca, han conseguido tener más predicamento que las personas inteligentes. Gente como –qué sé yo– la tal Pam, ex secretaria de Estado de Igualdad. O Echenique. Años nos va a costar limpiarnos tanta miseria moral como han esparcido en el tiempo que han disfrutado del poder.
Y es que ese límite del humor no puede marcarlo la ideología, sino la personalidad de cada uno. Es una decisión libre de cada cual decidir qué le ofende y qué no. Tan libre y personal que una misma expresión, un mismo chiste, puede ofender a una persona en función de quién lo haga y cómo lo haga. Incluso de cuándo lo haga y en qué contexto. Así de sencillo y de complicado a la vez. Usted decide qué le hace gracia o no. Quién le hace gracia o no. Cuándo le hace gracia y cuándo no. Y eso no deberían decidirlo las Pams ni los tuiteros del mundo. Pero hemos dejado que lo hagan. Desde sus complejos, desde sus mentes podridas. Por eso antes éramos más felices. Porque nos reíamos mucho más. Y mejor. Porque la libertad ganaba al sectarismo. Hoy no es así. Descanse en paz Francisco Rodríguez Iglesias, Arévalo.
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