sevilla al día
El genio de Fekir
Quien se ilusiona tiene que estar dispuesto a ver caer sus imperios, arder su gloria, despedir a sus mitos
LOS veranos, como los idilios, se acaban. Todo lo que nos atraviesa y nos remueve, lo que nos zarandea y nos ilusiona, lo que dribla nuestro razonamiento y llega hasta la línea de fondo de nuestras emociones, todo eso que colapsa el reino del discernimiento ... y se hace un hueco entre el pecho y la cabeza, siempre está en posición de desaparecer. Todo es un irse en potencia, huellas en la playa de la realidad, palabras escritas en el vaho, promesas bajo la luz de las farolas. Y eso, precisamente lo mudable de lo efímero, la vulnerabilidad que tiene lo extraordinario, el sueño ligero de las cosas grandes, es lo que convierte lo bueno en superior, lo bello en hermoso y lo puntual en eterno.
Quien se ilusiona tiene que estar dispuesto a ver caer sus imperios, arder su gloria, despedir a sus mitos. Quien aspira a ser feliz después de ilusionarse tiene que ser capaz de salvar los muebles de la alegría, poner a salvo lo que le erizó la piel y encapsularlo en el búnker de la memoria, a salvo de las inclemencias del pasado y de todo lo que esté por venir. Es duro ver cómo se desmantela el plantel que nos materializó los sueños, escuece contemplar cómo se marchan quienes colmaron nuestros deseos. Es jodido, pero más aún sería no haberlo vivido. Álex Moreno, Canales, Guido, Miranda, Pezzella, Bravo, Guardado, Tello, Willian José, Borja Iglesias, Joaquín. Nombres que recitaré de corrido cuando dentro de muchos años el pulso me tiemble y las arrugas bifurquen mi piel, anclas del mar de mi existencia.
Pero de todos ellos, de ese equipo campeón, sobresaldrá el hombre de la tez morena, un campeón del mundo que quiso vestir los colores de la leyenda que lo recorre, que paró en La Palmera a degustar los dátiles de lo inexorable. El faraón del Villamarín, el Aladín de la alfombra verde, el genio de la lámpara que se aparecía entre el humo de los tifos. Un mago que sacaba conejos de su frondosa barba, que escondía el balón entre las dos columnas jónicas que tenía por piernas. De Fekir recordaremos sus goles, imborrable el olímpico, sus malabares inverosímiles, sus diagonales por el centro de un campo por el que no cabía ni un alfiler. Él encontraba hueco hasta que la falta se hacía inevitable. Se nos vendrán a la cabeza sus genialidades, pero también sus excentricidades, que es la manera que tienen los astros de mostrarse mortales. No hay genio sin genio, y el de Fekir lo exculpábamos, lo justificábamos, porque su locura era la nuestra. Ay, aquellas pataditas contra el Bilbao, aquella tragantá en Leverkusen, aquel puñetazo a la pantalla del VAR.
Nabil ha sido para nosotros lo que Maradona al Nápoles, lo que Mágico al Cádiz, lo que Curro a la Maestranza. Una historia de amor de esas en las que la nostalgia no tenía nada que ver con el final. Yo vi jugar a Fekir con las trece barras.
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