La tarde de difuntos

El sol ahora se esconde pronto. Desde que cambiaron de hora da la impresión de que la vida se acorta un minuto cada día. No ha hecho más que pasar el almuerzo, con la mesa recogida, cuando tras las ventanas la tarde luminosa empieza a velarse. Velos en la atardecida que uno tras otro traen de la mano a la oscuridad, esa reina absoluta que hace acto de presencia cuando pasan unos minutos de la hora del segundo café. Pocas veces acude uno al cementerio de San Fernando un atardecer del día de difuntos. Al camposanto, si se va, se va de día, pero por la tarde casi nunca entre otras cosas porque cierran pronto. Una tarde de noviembre en el cementerio transforma el dolor de la muerte en otra cosa. La luz que se va y que dora los filos de las cruces despierta sentimientos como la nostalgia, el recuerdo, la melancolía, la ternura o el amor irrecuperable. Sí, es cierto, la tarde de difuntos tiene una luz distinta como dejó escrito Romero Murube. La notamos en lo cotidiano, como cuando entra ya ajada a través de una ventana tamizada por el visillo mientras se lee en una butaca una leyenda de Bécquer; o la que se refleja en las tapias de los conventos apenas habitados del barrio de San Lorenzo. Estas tardes, a eso de las cinco, es cuando reina en la ciudad la belleza marchita de la luz que ahora descansa para coger carrerilla cuando febrero doble su primer cabo.