Comentarios reales
Los Palacios de Margari y María del Mar
Margari y María del Mar jamás cometerán un tataki, cosa que celebro aunque alguno de mis genes se rebrinque
A punto de cumplir 40 años de residencia en Sevilla, realizo donoso escrutinio de mis barrios sevillanos, que se reducen a tres: Los Remedios (cuando viví en Sebastián Elcano, 36), Santa Cruz (cuando viví en Ángeles, 7) y Pedro Salvador (cuando desayunaba y comía en ... el bar Los Palacios). Y como la memoria alimenticia no caduca nunca —pues nadie olvida lo que le gustó—, mi barrio sevillano sigue siendo Pedro Salvador, porque siempre que puedo voy en busca de los memorables platos de Margari y María del Mar Calvo, en la calle Guadalbullón.
Un barrio —para mí— debe ofrecer, al menos, tres cosas: papelería, quiosco de prensa y bar para desayunar, porque las librerías van aparte. En Los Remedios apenas viví un año y sólo disfruté de la papelería Damer; pero en Santa Cruz pasé más de una década y tuve bar (Campanillas), papelería (Vilches) y el quiosco de prensa y chuches de Antonio y Chari (amén de la lechería de Dolorcita y la tienda de alimentos de Paco). Y como a nuestra casa rural de La Rinconada nos vinimos en 1997, mi tercer barrio sevillano fue Pedro Salvador, porque la Fundación Cristina Heeren se instaló en Heliópolis de 2005 a 2016. Allí mi papelería y quiosco de prensa fue El Surtido de Jesús, aunque donde continúo poniéndome las botas es en la barra de Los Palacios (y en la frutería de Joaquín).
En 'La invención de lo cotidiano' (1994) los discípulos del teólogo, semiótico y psicoanalista Michel de Certeau, recopilaron las ideas del maestro acerca del «arte de vivir», compartiendo unas sabrosas y extraordinarias reflexiones sobre cocina, memoria y habla, porque los «alimentos terrestres» hunden sus raíces en la infancia, encalabrinan los sentidos, saben a madre y huelen a abuela. Por eso los platos caseros de toda la vida «están en relación directa con un hacer, pero no precisan una manera propia de hacerlos», porque lo esencial permanece callado, forma parte del patrimonio familiar y no tienen nombres pomposos porque «los hicieron con lo que había»: papas con chocos, manitas de cerdo, carne con tomate, gambas al ajillo, pisto con huevo, pimientos rellenos, espinacas con garbanzos… Esta no sólo es la carta de Los Palacios, sino la memoria culinaria de varias generaciones de sevillanos.
Los compañeros de GURMÉ —a los que más envidio en ABC después de los que siguen al Betis— han seleccionado más de una vez los caracoles, las lentejas, los riñones y otras tapas de Los Palacios, porque saben que en la era de la hiperculturalidad los santuarios de la cocina tradicional están en los barrios. Por eso Margari y María del Mar jamás cometerán un tataki», cosa que celebro aunque alguno de mis genes se rebrinque. Me parece genial que la gastronomía contemporánea se instale en los palacios multiculturales del turismo; pero las grandes cocineras —como asegura Certeau— «trabajan para dar forma al mundo, para nacer la alegría de lo efímero» en los austeros palacios de la memoria, donde los «alimentos terrestres» siempre saben a madre y huelen a abuela.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete