pásalo
Itálica, esa locura
El anfiteatro de Itálica está unido al de Híspalis por la emulación y el prestigio
Conocida la monumentalidad, dimensiones y aforo del anfiteatro de Itálica, el segundo más grande del imperio tras los últimos datos avanzados por la arqueología, se cae en la tentación de darle una explicación al paradero desconocido en el que se encuentra el de Híspalis. ¿Dónde ... está el anfiteatro de Híspalis, la rica ciudad comercial y mercantil a orillas del Betis? ¿Qué fue de él? ¿Existió o lo hemos ido levantado en el imaginario de nuestra fantasía en función de la importancia de la Sevilla alto imperial? Con un anfiteatro como el de Itálica, donde cabían unas treinta y cinco mil personas, dos veces la población de la ciudad que lo albergaba, ¿era realmente necesario un anfiteatro en la ciudad del otro lado de las marismas y el río? ¿No cubría todas las demandas del territorio inmediato a Itálica un mega edificio que igualaba en capacidad al actual estadio del Sevilla FC? ¿Por qué tirar el dinero en otro que nunca podría igualar la calidad de los juegos y el derroche suntuario del que había mandado levantar Hadriano muy cerca del actual Ventorrillo Canario? La respuesta te la da de forma inmediata eso que Genaro Chic ha divulgado entre sus discípulos, la economía de prestigio y la economía de mercado. Itálica es un anticipo histórico de un estado mental muy local del que hicieron marca los futuros canónigos de la Catedral, cuando acuñaron aquello de hagamos una obra tal que los siglos venideros nos tomen por locos…
La nova urbs de Hadriano está planteada y planificada desde ese estado mental y emocional: el de hacer una locura tan grande que los siglos venideros, incluso arruinado su esplendor por haber servido de cantera, expolio tolerado y fábrica de cal, los tomáramos por locos. Itálica es la exaltación del prestigio de una ciudad dedicada al culto imperial, donde la dimensión humana se volatiliza para asentarse la divina, ocupando esa idea todo el espacio urbano, desde sus monumentales termas, hasta el Traianeum con sus tejas de mármol, sin olvidar el lujo, la ostentación y el talento arquitectónico de sus domus, que se convirtieron en especie de pabellones de una exposición sobre el prestigio de los apellidos senatoriales más rancios y linajudos de aquel tiempo. Es posible que estas ricas casas, adornadas con sedas chinas y marfiles africanos, apenas si se habitaran por sus dueños. Bastaba con tenerlas abiertas para que allí viviera el prestigio. Esa economía basada en el prestigio es lo que, posiblemente, llevó a otras ciudades de la Bética, a emular el anfiteatro de Itálica, como pudo pasar en Híspalis. Lejos de arrugarse, los evérgetas locales, invertían el dinero en obras que le dieran brillo y renombre a sus apellidos, garantía absoluta de ser y estar en aquella jerarquizada sociedad.
Itálica es una ciudad fuera de escala, me dice el arqueólogo Alejandro Jiménez, uno de los especialistas más destacados que tenemos en estudios de anfiteatros. Una ciudad tan fuera de escala que estaba hecha a escala divina, para que el emperador recibiera su culto y los romanos de entonces dieran el cabezazo ante su estatua en el templo. Una final de la Champions o de la Superbowls comparadas con unos juegos en honor del emperador, no dejan de ser el tumulto de unos coches locos de feria. Algún día hablaremos del frenazo a su candidatura como patrimonio de la Humanidad. Porque en Itálica seguirán pasando cosas de auténtica locura…
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